domingo, 8 de septiembre de 2019

Jesús es un mal publicista

Jesús es un mal publicista, al menos si seguimos los cánones de la publicidad actual. Parece que en vez de atraer a la gente, lo que pretende es alejarla. Al menos, esa es la primera impresión que uno recibe cuando lee el duro Evangelio de este XXIII Domingo del Tiempo Ordinario. Acostumbrado a que le siga un “pequeño rebaño”, a hablar de sus discípulos como “sal” invisible y como “levadura” disuelta en la masa, se extraña de que en esta ocasión lo rodee una gran multitud. Para evitar malentendidos, para que todo el mundo comprenda en qué consiste su propuesta, plantea tres condiciones que son disuasorias para una persona normal: 1) odiar a los familiares y a uno mismo; 2) cargar con la cruz; y 3) renunciar a todos los bienes. Son tres condiciones deliberadamente exageradas, hiperbólicas, discriminadoras. Es como si Jesús nos dijera a cada uno de nosotros algo parecido a esto: “No tengas prisa por seguirme, no te dejes llevar por el entusiasmo y mucho menos por la rutina. Siéntate primero a calcular (como hace un constructor antes de edificar una casa o un rey antes de emprender una guerra) si estás en condiciones de asumir las consecuencias de ser mi discípulo. No es una empresa imposible, pero te aseguro que no es fácil. No es cuestión de seguir haciendo lo mismo que haces y adornarlo un poco con un barniz espiritual. Implica cambios drásticos”. Es claro que Jesús no pretende engatusar a sus discípulos o venderles gato por liebre. Quiere abrirles los ojos antes de que sea demasiado tarde. Un maestro que muere crucificado no puede decir a sus posibles discípulos que se lo puede seguir por un camino de rosas.

La primera condición (“odiar a los familiares y la propia vida”) resulta escandalosa en el contexto actual. Para nosotros, por más cambios que se hayan producido en su concepción, la familia sigue siendo sagrada. Si vemos alguna contradicción entre las exigencias del Evangelio y la propia familia, fácilmente nuestras decisiones bascularán a favor de los nuestros. Lo reclama la sangre. ¡Hasta lo pide el cuarto mandamiento: “Honrarás a tu padre y a tu madre”! Sin embargo, Jesús rompió con los suyos. A veces, la propia familia se convierte en un obstáculo para vivir la libertad del Evangelio. En ese caso, hay que estar dispuestos a tomar decisiones dolorosas. En un principio, pueden parecer hasta inhumanas. Con el paso del tiempo, si son inspiradas por el Espíritu de Jesús, se revelan sensatas y liberadoras. No todo el mundo lo ve a primera vista. Conozco algunas historias de primera mano, sobre todo las que tienen que ver con la decisión de abrazar la vida consagrada. Hoy, en el contexto de familias nucleares muy pequeñas (padre, madre, hijo e hija), si a uno de los hijos se le ocurre expresar su decisión de seguir a Jesús de una manera radical, que se vaya preparando para los silencios, los chantajes emocionales y hasta las amenazas de excluirlo de la herencia. Me refiero a familias que tienen a gala considerarse cristianas. No hablo de otras situaciones.

La segunda condición (“cargar con la cruz cada día”), aunque también suena dura, parece más comprensible. Forma parte de las enseñanzas que recibimos desde niños: “Hay que aceptar las contrariedades de la vida. Cada día tiene su afán. No todo es de color de rosa”. Sin embargo, es probable que Jesús quisiera decir otra cosa. Empecemos por el símbolo mismo. Hoy la cruz inunda nuestro imaginario cristiano y social. Hay cruces por todas partes: en las iglesias, en las calles, en el cuello de los futbolistas y raperos. No concebimos otro símbolo más claro para decir que somos cristianos. Sin embargo, hasta finales del siglo III, los símbolos cristianos más usados eran el ancla, el pescador, el pez, etc., pero nunca la cruz. Solo a partir del siglo IV, tras el hallazgo del instrumento de suplicio de Jesús por parte de santa Elena, la cruz se convertirá en símbolo de victoria sobre la muerte y sobre aquello que la produce. En este sentido, “tomar la cruz” significa apostar por lo que conduce a la vida, sabiendo que a menudo tenemos que pagar el peaje del dolor. Los cristianos tenemos claro que seguimos a Jesús si amamos a los demás. Lo que no tenemos tan claro es que el amor, si es concreto, nos lleva a morir a nosotros mismos para que los demás tengan vida. Esta “cruz” es menos vistosa que la que con orgullo colgamos al cuello, pero es la decisiva.

La tercera condición (“renunciar a todos los bienes”) no afecta solo al bolsillo –como puede parecer a primera vista–, sino a la manera de entender la vida, de situarnos ante las cosas, ante los demás y ante Dios. Cuando uno no se fía de Dios, es lógico que se ate a sus bienes. ¿Dónde, si no, se puede poner la confianza? Quien ha descubierto que la vida vale más que cualquier posesión, sabe vivir en pobreza y en riqueza, relativiza lo que tiene, lo comparte, afronta los vaivenes de la existencia con una gran libertad interior, no se agobia ante las penurias ni se vuelve avaro en la abundancia, suelta lastre, entiende la sabiduría contenida en muchos salmos que hablan de la vaciedad de las riquezas. El salmo 48, por ejemplo, invita a la tranquilidad partiendo de la experiencia: “No te preocupes si se enriquece un hombre y aumenta el fasto de su casa: cuando muera, no se llevará nada, su fasto no bajará con él” (17-18). Termina con un adagio: “El hombre rico e inconsciente es como un animal que perece” (21). Cuando Jesús nos invita a “renunciar a todos los bienes” nos está abriendo los ojos para no caer en la fosa de la inconsciencia. ¿Cómo afrontar esta situación? Me gusta mucho un proverbio irlandés que dice: “When you have more than you need, build a longer table not a higher wall” (Cuando tengas más de lo que necesitas, construye una mesa más larga, no un muro más alto). A buen entendedor, pocas palabras.

Todas estas cosas no se perciben cuando nos dejamos guiar solo por los criterios al uso, por sensatos y modernos que puedan parecer. Se necesita el don de la “sabiduría”. Precisamente en la primera lectura de hoy, el autor del libro de la Sabiduría reconoce que “los pensamientos de los mortales son frágiles e inseguros nuestros razonamientos” (9,14). Por eso, de manera retórica se pregunta: “Si apenas vislumbramos lo que hay sobre la tierra y con fatiga descubrimos lo que está a nuestro alcance, ¿quién rastreará lo que está en el cielo?, ¿quién conocerá tus designios, si tú no le das sabiduría y le envías tu santo espíritu desde lo alto?” (9,16-17). Esta misma mañana leo en La Contra de La Vanguardia una entrevista con Keisuke Matsumoto, monje de Komyoji (Japón), autor del Manual de limpieza de un monje budista, en la que afirma que “lo que necesitamos los humanos ahora es sabiduría, no religión”. Fruto de esa sabiduría es el descubrimiento de la importancia que tiene aprender a fregar los platos y barrer el suelo. Ambas tareas cotidianas, anodinas y repetitivas, parecen insignificantes, reservadas solo a personas que no pueden aspirar a actividades “superiores”. Sin embargo, para él, suponen un modo excelso de meditación porque “los humanos no nos realizamos con grandes gestas heroicas –eso es sólo propaganda de los poderosos–, sino con pequeños gestos cotidianos”. Amén. Feliz domingo desde Bangalore (India), donde disfruto de una envidiable temperatura de 21 grados.

2 comentarios:

  1. Buenos días Gonzalo, desde estas tierras isleñas del antiguo Fernando Poo, hoy alegremente Malabo. Como sabes que sigo este rincón a diario. Siempre me ha dado gusto enorme leer tus aventuras misioneras, reflexiones contextualizadas con un fondo teológico encarnado a la realidad actual, con una hondura de verdad insondable. En la presente reflexión me he quedado no muy contento en la primera parte de la reflexión. Cuando interpretas las palabras de Jesús con tan clara agresividad, me quedo en la orilla disgustado. Creo que Jesús presenta un estilo que para cualquier seguidor suyo hacer una opción. Si la familia o los lazos sanguíneos resultan obstáculo en el camino de realización del plan de Dios, del ejercicio del Reino de Dios, esto entiendo hay que hacer esta opción por adhesión a Cristo. Esto entiendo poco que sea o nos manda "odiar a la familia". Este insistente subrayado en la reflexión de hoy me inquieta. ¿Jesús no promueve el amor para no odiar? Dios en su hijo nos ha hecho un regalo, es el don de su amor en Jesucristo, desde ese amor radica las exigencias de la vida cristiana, del amor recíproco. Es un poco esto. Optar por Dios antes que a la familia, en el camino de nuestra redención. A pesar de las múltiples cruces que ofrece la historia. ¡qué lindo ha sonado esto!

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    1. Hola, Roque, me alegra mucho saludarte. Muchas gracias por compartir tus reflexiones. Creo que, efectivamente, el tenor literal de las palabras de Jesús es muy fuerte. Es cierto que algunos exégetas dicen que el verbo "odiar" es un semitismo que tiene que ser traducido por "amar menos" o "posponer" en nuestras lenguas modernas. Cuestiones lingüísticas aparte, es claro que Jesús no está en contra del amor a la familia, sino que nos advierte del peligro de que realidades tan valiosas como la familia, la patria, la lengua, etc. se conviertan en ídolos que nos quitan la libertad para dedicarnos al Evangelio. El estilo es, como en otras ocasiones, muy exagerado, hiperbólico, para que se perciba con claridad el mensaje de fondo.

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