domingo, 1 de septiembre de 2019

Los pobres primero

No es fácil meditar sobre la palabra de Dios de este XXII Domingo del Tiempo Ordinario mientras espero mi vuelo para Bengaluru (India) en la zona E del aeropuerto de Fiumicino. Hay pasajeros caminando de un lado para otro, se oyen anuncios por la megafonía, una niña aporrea un piano, todo invita a la dispersión. ¿Se puede escribir algo en este ambiente? No resulta cómodo, pero se puede. Imagino también a Jesús en el ambiente festivo y ruidoso de la casa del fariseo que lo invitó a comer un sábado. Esa es la historia que se nos propone en el Evangelio de este domingo. Lo imagino observando a los comensales y a los sirvientes. Habría un poco de todo: gente simpática y tipos tóxicos; aprovechados y modestos, honrados y tramposos. Este contexto le sirve al evangelista Lucas para hacer una catequesis sobre la vida de la Iglesia. En realidad, la comida en la que participa Jesús es más un pretexto que una crónica. También en la Iglesia hay gente que sirve y gente que medra, carreristas y currantes, acogedores y excluyentes, mandones y colaboradores. Basta echar un vistazo a nuestras comunidades, parroquias, colegios, etc. Casi todos los roles están cubiertos. Es pura sociología. Nunca faltan el chismoso y el renegado.

¿Cómo comportarnos como discípulos de Jesús en comunidades plurales? ¿Qué actitud adoptar ante los demás? El libro del Eclesiástico nos da un consejo que no tiene desperdicio: “Hijo, actúa con humildad en tus quehaceres, y te querrán más que al hombre generoso. Cuanto más grande seas, más debes humillarte, y así alcanzarás el favor del Señor”. La grandeza de una persona no se mide por el puesto que ocupa en la mesa o por el cargo que ostenta, sino por su capacidad para colocarse el último de la fila (es decir, para actuar como servidor). Me resultaría muy fácil caricaturizar algunas costumbres eclesiásticas que van en la dirección contraria. No faltan sujetos, sobre todo en Roma, que hacen lo posible y lo imposible por “trepar” (a veces con cualidades y otras sin ellas), pero no merece la pena perder mucho tiempo en esta crítica. Son personas a las que les gusta exhibir en las redes sociales fotos con personajes famosos, que presumen de sus contactos, que siempre “pasaban por allí” cuando hay algún evento de cierto relieve, que dejan sus tarjetas de visita en las mesas de los capitostes y que invitan a obispos y cardenales a cualquier evento por aquello de que viste mucho añadir una sotana roja. Todo esto es tan ridículo que se desmonta solo.

Quizá es más preocupante la tendencia a no servir y a rodearnos de amigos que puedan pagar nuestros desvelos con la misma moneda. Creo que el Evangelio de hoy nos invita a ser “camareros del Reino” en ese festín que es la vida de las comunidades cristianas y a hacer partícipes de nuestra fiesta a quienes más lo necesitan. ¡Cuántas veces organizamos cosas para gente obesa espiritualmente y no sabemos cómo compartir la riqueza de la fe con quienes están en búsqueda y la necesitan! También aquí Jesús nos da una pista que nos deja fuera de juego: “Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los justos”. No es cristiano guiarnos por el principio de do ut des (doy para que me des). Lo que rompe moldes es la gratuidad: dar porque queremos compartir con otros lo que nosotros mismos hemos recibido. No es necesario esperar nada a cambio porque en el mero hecho de compartir encontramos ya la alegría de la gracia.



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