
Llueve y hace frío. Mi despacho apenas alcanza los 16 grados a primera hora de la mañana. Espero que la calefacción consiga alzar la temperatura hasta los 21. Diciembre ha comenzado como debe ser: enseñando sus garras preinvernales. En mi comunidad no hay agua caliente. La ducha es un ejercicio de valentía al que no todos están dispuestos. Una vez más se aplica la ley de Murphy. ¡Menos mal que el Adviento litúrgico aporta el calor de la esperanza en medio del frío ambiental!
Hoy el papa León XIV regresa a Roma tras su intenso viaje apostólico a Turquía y Líbano. No es fácil medir el impacto de estas visitas, pero las minorías cristianas de ambos países las agradecen. Necesitan sentir que allí donde florecieron las primeras comunidades cristianas puede seguir brotando una vida pujante. Recuerdo que en mis viajes a Tierra Santa en la década de los 90 era frecuente que algunos cristianos palestinos se quejaran de que muchos turistas y peregrinos occidentales viajaban a la tierra de Jesús, se emocionaban viendo las piedras de los antiguos monumentos, pero no entraban en contacto con las “piedras vivas” que formaban las comunidades cristianas del lugar. Al papa León XIV le interesan más estas “piedras vivas” que, por ejemplo, los restos arqueológicos de la basílica de Nicea donde se celebró el famoso concilio hace 1.700 años.

Entre las noticias del día, me llama la atención la que habla de que está aumentando el número de suicidios entre los adolescentes y jóvenes. Me produce escalofríos esta realidad. Va en la línea de lo que comentaban los pastoralistas de juventud del Reino Unido en el encuentro que tuve con ellos en Londres hace apenas un mes. Allí hablaban de la preocupación por las enfermedades mentales de los jóvenes. ¿Qué significa esto? ¿De qué es síntoma esta realidad? ¿Qué tipo de sociedad estamos construyendo que no anima a vivir?
No soy un experto en el tema. Carezco de los datos suficientes para emitir una opinión ponderada. Expreso simplemente mi zozobra y mi cercanía con las personas que sufren más de cerca sus efectos. Es verdad que la adolescencia es una etapa de altibajos emocionales, de confusión y de incertidumbre, pero eso no significa que tenga que desembocar en el suicidio. Quizás hay algo más cultural que tiene que ver con la falta de entrenamiento para afrontar las dificultades de la vida, las frustraciones y los desengaños. Muchos niños crecen en un ambiente sobreprotegido o, por el contrario, falto de cariño, que no los prepara para navegar en solitario. Cuando tienen que afrontar problemas escolares, relaciones difíciles o soledades no queridas, se vienen abajo. No tienen un asidero que los mantenga a flote mientras dura la tormenta.

Cuando el nihilismo se cuela en nuestras vidas como la única explicación del misterio que somos resulta difícil vivir la vida con sentido, atravesar los túneles existenciales con la certeza de que al final siempre hay una luz, sentir que no caminamos solos, aprender a pedir ayuda, esperar contra toda esperanza. Los cristianos tenemos el enorme desafío de acompañar a las personas cuya pantalla vital se ha fundido a negro. El hecho de saber que hay alguien ahí puede marcar la diferencia entre quitarse la vida o seguir caminando.
En situaciones de este tipo, siempre me vienen a la memoria las palabras del evangelio de Juan: stabat mater iuxta crucem. La madre de Jesús estaba de pie junto a la cruz. Ese “estar de pie”, sin decir nada, compartiendo en silencio el dolor, puede ser el principio de la salvación. Hay que estar. Por desgracia, algunos padres y educadores no están. Su ausencia hace que los niños y adolescentes se sientan en tierra de nadie. La sociedad digital rellena esos vacíos afectivos con infinidad de propuestas de entretenimiento y hasta con consejos psicológicos de una IA que aspira a sustituir a las figuras primordiales. Debemos pensar.
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