domingo, 28 de diciembre de 2025

Gracias de corazón


Quizá no haya nada más revolucionario hoy en día que la familia. Que un hombre y una mujer se quieran, se comprometan de por vida y tengan hijos es una provocación. Contradice todos los preceptos culturales que hoy tratan de imponernos. Igual que es una provocación colocar en las casas y en las calles un belén en el que haya una mujer (María), un hombre (José) y un niño (Jesús), cuando muchos prefieren ver renos, trineos, calcetines rojos y todo tipo de adornos invernales e incitaciones al consumo. 

Hablar de la familia es hablar de amor, fidelidad y vida. Donde hay familias, hay futuro. Uno de los principales signos de decadencia de una sociedad es precisamente la baja natalidad. La fiesta de la Sagrada Familia que celebramos hoy es ciertamente la fiesta de Jesús, María y José, pero es también la fiesta de la familia como signo de presente y promesa de futuro. Siempre que pienso en la familia me viene a la cabeza la frase de Tagore: “Cada niño viene con el mensaje de que Dios aún no se ha desanimado del hombre” (Every child comes with the message that God is not yet discouraged of man).


¿Por qué hoy es tan difícil formar una familia? ¿Por qué las cosas más básicas (vivienda, comida y educación) se han convertido en artículos de lujo? ¿Por qué a los jóvenes matrimonios les cuesta tanto criar a sus hijos? Una sociedad que valora la vida, que sueña un futuro mejor, debe apostar sin titubeos por promover y apoyar las familias como su bien más preciado. ¿Cómo es posible que hoy, al menos en el contexto europeo, sea más difícil tener hijos que hace 50 o 60 años, cuando las condiciones materiales eran aparentemente más precarias? 

¿Qué nuevas prioridades nos hemos ido inventando? ¿Por qué en muchos casos las mascotas ocupan el lugar de los hijos? La crisis de la familia revela una crisis más profunda, que tiene que ver con el sentido de la vida, la confianza en el futuro, el valor de la entrega y, en definitiva, la fe en el Dios de la vida. No es, pues, extraño que haya una evidente correlación entre la pérdida de la fe en Dios y la minusvaloración de la familia o la extensión abusiva del concepto de familia a cualquier forma de convivencia en la que haya respeto y afecto.


La figura del niño Jesús, rodeada por sus jóvenes padres María y José, y acompañada por un buey y una mula, no es un símbolo anticuado que nos retrotrae a etapas históricas superadas, sino una figura que nos confronta con nuestras verdades y mentiras, con nuestros miedos y ausencias, con nuestras sombras más profundas. Es la fuerza misteriosa del Niño frágil. Como no nos atrevemos a apostar por la vida y todas sus consecuencias, rellenamos el vacío con infinitas lucecitas LED que hacen menos oscuras nuestras ciudades, pero que no son más que un maquillaje efímero de nuestra falta de esperanza. 

Admiro a las jóvenes parejas que, renunciando a viajes exóticos y a ropas caras, dedican sus recursos a educar a su prole. Admiro a los padres que se esfuerzan por criar a sus hijos cuando muchos de sus amigos les dicen que no vale la pena, que piensen más en ellos mismos, que no hay que sacrificar la profesión por formar una familia. Son los nuevos “mártires”, los nuevos testigos de un amor sometido al crisol de la prueba. Los evangelizadores más creíbles no somos, hoy por hoy, los célibes que hemos abrazado la vida consagrada, sino los padres que hacen real el amor personal, fiel y fecundo de Dios en esa iglesia doméstica que es la familia. Hoy es un día para darles las gracias de corazón y apoyarlos con todas nuestras fuerzas.

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