
La Navidad es un anticipo de la Pascua, así que vida y muerte (o muerte y vida) se dan la mano. Ayer, fiesta de la Sagrada Familia, moría en nuestra misma comunidad la madre de uno de nuestros hermanos. Fue un golpe inesperado. Sobran las palabras. Ese evento no figuraba en nuestro calendario de celebraciones. Pero ya se sabe que lo más denso de la vida sucede en los huecos que dejamos libres en nuestra agenda.
¿Se puede vivir la muerte a la luz de la Navidad? Eso es precisamente lo que nos propone la liturgia. Para un cristiano, el verdadero “dies natalis”, su verdadera navidad, no es su nacimiento biológico, sino su paso a la vida eterna. La fe nos ayuda a dar sentido a lo que humanamente resulta casi inaceptable. En el marco litúrgico de la Sagrada Familia experimentamos qué significa ser familia en el Señor, compartir las alegrías y las penas, las preguntas y las respuestas, los silencios y las palabras. Es probable que también algunos de los lectores de este Rincón hayáis tenido que lidiar con la realidad de la muerte en estos días en los que celebramos la vida del Niño. Dejemos que su luz ilumine nuestras tinieblas y que su amor nos mantenga firmes y esperanzados.

Ayer volvió a celebrarse el Belén viviente de mi pueblo natal, Vinuesa. Este año no pude estar presente. Mientras los pueblos y ciudades no pierdan la memoria de sus raíces y celebren la historia, seguirá habiendo identidad y fraternidad. Lo que más cuenta no es la perfección técnica del evento, sino el hecho de que los habitantes de un pueblo se metan como actores de una historia que les seduce y les desborda, que les pertenece y les supera. Cuando en la plaza mayor, empedrada de granito, se levanta un pueblo que recuerda a Belén (con su panadería, carnicería, herrería, etc.) sucede un pequeño milagro. El recuerdo de un estilo de vida que ya no existe recrea unos vínculos que siguen existiendo y que producen futuro.
Pero no se trata de una especie de refugio nostálgico o de una feria de antigüedades. Nada de esto tendría sentido sin la referencia central a Jesús, María y José como protagonistas del evento. Lo más importante no es proyectar imágenes multicolores sobre la fachada de la iglesia, aumentar los decibelios de la música navideña para que la gente baile o compartir castañas asadas, dulces y chocolate caliente, sino recordar que en el origen hay una historia que ha cambiado el mundo. Quizá no se conozca demasiado, tal vez esté reducida a sus trazos más elementales, pero ahí está. Sus intérpretes principales son los niños. Ellos sienten una misteriosa solidaridad con ese Niño que yace sobre un pesebre. A través de él -niño visible como ellos- conectan con el Misterio invisible de Dios.

Mientras las gentes de mi pueblo ponían en marcha el belén viviente, yo paseaba por las calles del centro de Madrid. Necesitaba la soledad que produce la marea de gentes para digerir todo lo vivido en una jornada inesperada y rica de significados. Necesitaba contarle a Dios lo que sentía y dejarme curar por su silencio. Necesitaba saber que, en el corazón de los muchos hombres y mujeres que se apiñaban en la Plaza de España y las calles aledañas, se libraban batallas que no podían ser ocultadas por las luces de colores. ¿En cuántos se encendería la llamita de la fe o, por lo menos, del asombro? ¿Cuántos se dejarían sorprender por la verdadera “magia de la Navidad”?
No es fácil responder a estas preguntas porque no todos vemos las cosas del mismo modo. Mientras algunos, por ejemplo, consideran que el concierto de Hakuna en la Puerta del Sol el pasado día 22 fue un signo de fe, otros -me temo que de mi generación- consideran que es un “regreso al cristofascismo” (sic). Está claro que no todos vemos la Navidad con los mismos ojos, pero ¿no sería necesario escuchar las razones más profundas de unos y otros para dejarnos convertir? Por lo general, en aquello que no nos gusta se esconde un reclamo a algo que necesitamos. No siempre es fácil ser consciente de ello porque estamos demasiado seguros de nuestras convicciones. Dejemos que la Navidad las rompa un poco.
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