sábado, 6 de diciembre de 2025

A propósito de la Constitución


Mientras escribo la entrada de hoy veo por televisión los actos del Día de la Constitución. Este año se celebra el 47 aniversario de su aprobación en referéndum. Oigo las declaraciones de algunos políticos. La mayoría destaca que, amparados por ella, España ha vivido casi cinco décadas de paz y prosperidad. Los representantes de los partidos de extrema derecha y de extrema izquierda la cuestionan por motivos diferentes. A unos no les gusta el Estado de las autonomías; otros abominan de la monarquía parlamentaria y sueñan con una tercera república. 

Vistas las cosas con perspectiva, resultan más evidentes las imperfecciones y lagunas del texto constitucional que cuando fue aprobado en 1978, pero también su mayor virtud: fue un texto de consenso en el que todos tuvieron que renunciar a algunas de sus posiciones. No fue la Constitución de una parte sobre la otra (como había sido habitual en experiencias anteriores), sino el fruto de un trabajo conjunto (basta examinar la proveniencia de los llamados siete “padres de la Constitución”), ratificado por una abrumadora mayoría de españoles.


¿Sería necesario hacer algunos cambios cuando se cumplan los 50 años? Creo que sí, pero para ello es preciso recuperar el espíritu de consenso que se dio cuando fue redactada por vez primera. Es evidente que ese espíritu no existe hoy. La España de este primer tercio del siglo XXI no es la misma que la que salía de una dictadura y se adentraba por caminos democráticos. Se han producido profundos cambios en el mundo. El camino recorrido permite examinar lo que ha funcionado bien y lo que necesita ser corregido o desarrollado. Para realizar un trabajo de esta envergadura sin reabrir viejas heridas y sin convertir el proceso en un ajuste de cuentas, es preciso recrear los valores sobre los que se asienta la convivencia en sociedad. 

Sin algunos valores compartidos que constituyan el cimiento de la democracia, es imposible dibujar reglas de juego aceptadas y eficaces. La Constitución no se puede convertir en un simple mercadeo de intereses. Para ello, necesitamos una nueva generación de políticos que tengan altura de miras, fuerte sentido del bien común y capacidad de diálogo. No me parece que sean estos los rasgos sobresalientes de la mayoría de los actuales políticos.


Creo que, en medio de sus luchas internas, la Iglesia jugó un papel positivo en la transición de la dictadura a la democracia en los años 70, sin necesidad de ejercer un poder que no le correspondía. Creo que en la actual coyuntura podría también contribuir a esclarecer esos “valores compartidos” que constituyen el cimiento de las sociedades pluralistas y abiertas. No se trata de imponer un determinado modelo político, sino de algo más profundo y duradero: ayudar a discernir lo que sustenta la convivencia aportando su rica tradición multisecular. 

El modelo de Iglesia sinodal puede iluminar el modo de proceder. No se trata de reducir la política a un juego de mayorías y minorías y de confrontación continua (como sucede hoy), sino de abrir un modelo nuevo en el que se abra paso el discernimiento colectivo mediante la escucha, el diálogo y la búsqueda de consensos. Este cambio de modelo no es posible sin sujetos preparados para ponerlo en práctica. Aquí entra en juego la educación. Un país que quiera progresar necesita invertir más en educación y, sobre todo, en cultivar las actitudes que preparan a los ciudadanos para una convivencia plural y pacífica.

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