
Entre el mundo que vivimos y el mundo que Dios sueña hay una brecha que parece insalvable. Mientras nosotros seguimos haciendo la guerra, Dios sueña un mundo en el que “habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos”. Mientras nosotros seguimos excluyendo a muchos, Dios sueña un mundo en el que “juzgará a los pobres con justicia, con rectitud a los desamparados”.
Mientras nosotros creemos que el más fuerte siempre vence, Dios sueña un mundo en el que “herirá al violento con la vara de su boca, y al malvado con el aliento de sus labios”. Mientras nosotros creemos que lo que cuenta es el poder y el dinero (o el poder que da el dinero), Dios sueña un mundo en el que “la justicia será cinturón de sus lomos, y la lealtad, cinturón de sus caderas”. ¡Menos mal que el Adviento nos recuerda, con la fuerza de la Palabra de Dios, lo que Dios quiere y, por tanto, lo que sucederá de verdad! Si no, acabaríamos sumidos en la desesperanza.

Por si hubiera alguna duda, Pablo, en su carta a los romanos (segunda lectura) nos recuerda que “todas las antiguas Escrituras se escribieron para enseñanza nuestra, de modo que entre nuestra paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza”. La verdadera fuente de la esperanza es siempre la palabra de Dios, no los cálculos humanos. No sabemos cómo evolucionará el mundo en las próximas décadas.
No sabemos el impacto final de la IA ni si construiremos una civilización alternativa en Marte hacia el 2040, como señala cierta publicidad que estos días se ve en televisión. Lo que sabemos es que la historia no se le escapa a Dios de las manos, que su justicia y su paz prevalecerán sobre todas nuestras injusticias y guerras. Iluminados por esta fe, sabemos en qué dirección podemos caminar. No nos dejamos engañar por señuelos que nos prometen paraísos imposibles en esta Tierra. Mantenemos la calma y la sensatez.

¿Qué podemos hacer mientras tanto? Lo que Juan el Bautista nos recomienda en el Evangelio de este II Domingo de Adviento: preparar el camino del Señor, cambiar nuestra forma de pensar, abrirnos a la sorpresa de Dios, superar esa mentalidad farisaica y saducea que nos empuja a creer que pertenecemos a la élite de los creyentes y que no necesitamos ningún cambio. Dios no se asusta de nuestra fragilidad, pero se aleja de nuestro orgullo.
El Adviento es un tiempo lleno de sorpresas. Las cosas de Dios no responden a programaciones humanas. Cuando creemos que ya sabemos el camino, Dios nos sorprende por un atajo. Cuando entramos ufanos por la puerta principal, Dios se cuela por la puerta de atrás. No ganamos para sustos con este Dios incontrolable e insumiso.
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