
El Adviento se ilumina con la luz de la Inmaculada, la mujer agraciada, la mujer turbada, la mujer creyente, la mujer comprometida. La Palabra de Dios nos ayuda a comprender mejor el misterio de esta mujer, la madre de Jesús, que no ha perdido ni un ápice del magnetismo que ha tenido a lo largo de la historia. María atrae a los niños, a los jóvenes, a los adultos y a los mayores. Es madre, amiga, compañera, modelo e intercesora. No hay situación humana en la que no podamos sentir su cercanía.
Las letanías del Rosario coleccionan piropos que los cristianos hemos ido inventando a lo largo de la historia, desde “Torre de marfil” o “Arca de la alianza”, hasta “Madre de la Iglesia” o “Reina de la familia”. Hoy la liturgia se detiene en el dogma de la Inmaculada Concepción, según el cual “la santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, salvador del género humano”.

Vivimos en un mundo sobrecargado de corrupción. A los periódicos saltan a menudo noticias sobre la corrupción política y económica, pero la raíz es más profunda. Tiene que ver con ese desajuste radical de los seres humanos por el cual hacemos lo que no queremos. Hay una brecha insalvable entre nuestros deseos y nuestras acciones, entre nuestros ideales y nuestras conductas. La dogmática católica habla del “pecado original” como causa última. Todos los seres humanos venimos a un mundo desajustado.
Todos… menos María de Nazaret, la joven llamada a ser la madre de Jesús. En ella la gracia ocupa todo el espacio. No hay rendija por la que pueda infiltrarse la corrupción. Dios es el aire que respira. Por la acción del Espíritu Santo, ella es la “llena de gracia”, la portadora de Aquel “lleno de gracia y de verdad” que ha venido para salvar al mundo.

Ya sé que este lenguaje no se parece nada al que usamos a diario. Nuestro campo de experiencia se ocupa de otras realidades. Acostumbrados a vivir en una permanente contradicción, conscientes de nuestros desajustes y fragilidades, nos cuesta creer -incluso imaginar- que un ser humano pueda ser “inmaculado”. Es como si entráramos en el terreno de la ciencia ficción. Y, sin embargo, es precisamente esta sobredosis de gracia la que nos atrae. En la Madre Inmaculada vemos lo que estamos llamados a ser, “santos e inmaculados por el amor”.
De su mano, podemos hacer frente al mal que nos acecha, podemos experimentar el poder vencedor de la gracia sobre el pecado. Donde hay un cristiano, hay un ser humano conquistado para la gracia, una persona descontaminada y descontaminante. Este es el verdadero camino para la transformación del mundo. Todos los sueños proféticos que la liturgia nos propone en el tiempo de Adviento se han hecho realidad en la Madre de Jesús. Por eso, mantenemos viva la esperanza a pesar de los pesares. Con ella, el Adviento se convierte en una espera silente y gozosa.
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