
La Navidad vuela. Pasó el concierto de Hakuna en la Puerta del Sol, pasó el Jubileo de la Esperanza en la catedral de la Almudena con mi comunidad, pasó la Nochebuena y pasó la Navidad. Todo pasa. Ya lo decía el viejo villancico: “La Nochebuena se viene / La Nochebuena se va. / Y nosotros nos iremos / y no volveremos más”. Parece una rendición a la caducidad de la vida, pero quizá es el modo más sabio de vivir las cosas. Mientras la liturgia nos habla de “un niño acostado en un pesebre” (Lucas) o del “Verbo que se hace carne” (Juan) y las felicitaciones se deslizan por pendientes de alegría y paz, la vida cotidiana sigue su curso inexorable.
El contraste es palmario. En muchos casos se dispara la soledad no deseada, crecen las tensiones familiares y hasta la política parece emponzoñarse un poco más si cabe. Quizás por eso, al día siguiente de la Navidad (25) celebramos la fiesta del protomártir san Esteban (26). Y, tras la fiesta del evangelista san Juan (27), viene la de los Santos Inocentes (28), aunque este año, al coincidir con domingo, será sustituida por la fiesta de la Sagrada Familia. Esta alternancia de vida y muerte, de alegría y sufrimiento, de adoración y persecución, hace más justicia a la vida real tal como la experimentamos a diario. Dios ha plantado su tienda en un suelo frágil y herido. En los relatos navideños no todo es “peace and love”. Aparecen también la indiferencia, la envidia, el odio y la muerte.

Me llama la atención el número creciente de opiniones en las redes sociales (en forma de podcasts, vídeos, etc.) que vaticinan el declive de Europa y, con ella, de la civilización occidental. Hay países (Rusia, China y quizás ahora también Estados Unidos) que están haciendo lo posible para que así suceda. Se habla de los ciberataques, del fomento de los nacionalismos disgregadores, de la ridiculización de la Unión Europea como proyecto fallido e incluso de la masiva inmigración musulmana como una estrategia para islamizar a medio plazo el continente y reducir el cristianismo a algo residual. La escasa natalidad, el envejecimiento creciente y la debilidad de la familia asestarían el golpe definitivo a una civilización multisecular, demasiado complaciente consigo misma en las últimas décadas de bienestar.
Todo ello va aderezado con algunas consignas que suenan progresistas: Dios no existe, la Iglesia ha sido el freno del verdadero progreso social, cada uno puede escoger el género que quiera; el llamado matrimonio igualitario, el aborto y la eutanasia son grandes avances sociales conquistados con esfuerzo; caminamos, en definitiva, hacia una sociedad transhumanista en la que el omnímodo control digital acabará con todos los comportamientos irracionales de los seres humanos (aunque sea a costa de convertirnos en marionetas al servicio de oscuras y anónimas fuerzas de control).

Todo suena a relato “conspiranoico” -como se dice ahora-, pero me temo que muchos de estos indicadores son reales. Preferimos no darnos cuenta de ellos mientras dispongamos de un salario o de una pensión decentes, podamos viajar durante las vacaciones y tengamos un partido de fútbol o de tenis al alcance de la mano en una plataforma de pago. Vivir bien nos vuelve extremadamente ciegos, perezosos y pusilánimes. No queremos complicaciones. Dejamos en manos de otras personas “expertas” las decisiones que afectan a nuestra vida, con tal de que nos dejen a nosotros un mínimo espacio para el entretenimiento y para nuestras cosas.
La Navidad es un fuerte revulsivo contra esta visión blanda e indolora de la vida. Jesús no nace entre algodones. Desde el primer momento afronta una existencia dura, llena de riesgos, pero también llena de amor. Imaginar una existencia en la todo esté asegurado (la llamada “sociedad del bienestar”) es el mejor modo de anestesiarnos y quitarnos la energía para aspirar a ideales superiores. Si lo que celebramos es el nacimiento de Jesús (no otros motivos sutilmente creados por la publicidad), entonces tenemos que estar dispuestos afrontar como él la dureza de la vida, pero no desde el resentimiento o la violencia, sino desde un amor que es capaz de cambiar todo en su raíz. María y José simbolizan ese amor sobre el que descansa el cuerpo de un niño esperado y perseguido, amado y odiado. Una Navidad así conecta muy bien con la vida real. Es puro descenso a la realidad de la existencia. A esta Navidad me apunto.
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