miércoles, 28 de junio de 2023

Sublimidad y miseria


Hay personajes históricos que todos deberíamos conocer porque han sido maestros de humanidad. Uno de ellos es, sin duda, Blaise Pascal, nacido en Clermont-Ferrand en 1623 y muerto en París en 1662. En solo 39 años de existencia, este matemático, físico, filósofo, teólogo católico y apologista francés, fue capaz de afrontar la cuestión de la verdad con una hondura que difícilmente se encuentra en los pensadores contemporáneos. 

Si hoy escribo sobre Pascal es porque hace diez días, el papa Francisco ha publicado una carta apostólica titulada Sublimitas et miseria hominis con motivo del cuarto centenario del nacimiento de este infatigable buscador de la verdad. Según Francisco, la actitud de fondo que recorrió la vida de Pascal fue su “asombrada apertura a la realidad”, que incluía una gran preocupación por los pobres. Poco antes de morir prematuramente a consecuencia de un cáncer de estómago, Pascal escribió: “Y si los médicos dicen verdad y Dios permite que salga de esta enfermedad, estoy resuelto a no tener más ocupaciones ni otro empleo del resto de mis días que el servicio de los pobres”. Quien esto escribía era un gran científico y un sutil pensador. Como buen cristiano, sabía que “el único objeto de la Escritura es la caridad”.


Lo que más me atrae de Pascual, a cuatro siglos de su nacimiento, es la manera como escudriñó la condición humana. Enamorado de la razón y de la ciencia, sabía muy bien que la tragedia de nuestra vida es que a veces no vemos bien y, por lo tanto, elegimos mal. Después de estudiar las diversas filosofías y religiones, encontró en el cristianismo la verdad que tanto anhelaba. La religión cristiana es, para él, venerable y amable. Venerable “porque ha conocido bien al hombre” y amable “porque promete el verdadero bien”. Con solo 19 años inventó una máquina de aritmética, que es antecesora de nuestras modernas calculadoras. Admirador de los filósofos griegos, llegó a decir de ellos que “eran gente sencilla como los demás, que se divertían con sus amigos. Y cuando se divirtieron haciendo sus leyes y sus políticas [en referencia a Las Leyes de Platón y a La política de Aristóteles], lo hicieron como quien juega”. 

El gran momento de su vida, su verdadera conversión, se produjo el 23 de noviembre de 1654, la famosa “noche del fuego”. Esa experiencia mística lo inundó de alegría. Experimentó que Dios existía, no el de los filósofos y el de los sabios, sino “el Dios de Abrahán, Isaac y de Jacob”. En un papelito, que cosió al forro de su abrigo, escribió estas palabras: “Certeza. Sentimiento. Alegría. Paz. Dios de Jesucristo”.


Hace falta mucha inteligencia y mucha humildad para abrirse al misterio de Dios. Si hoy nos cuesta tanto creer en Él quizás es porque somos poco inteligentes (es decir, no sabemos “leer dentro”, que eso es, al fin y al cabo, lo que significa la palabra inteligente) y poco humildes (nos creemos más sabios y poderosos de lo que realmente somos). Pascal decía que es imposible creer “si Dios no inclina nuestro corazón”. Estoy convencido de que, si empleáramos menos tiempo en navegar por internet o en ver la televisión y más en leer a estos grandes hombres y mujeres que han escudriñado las profundidades de la existencia humana, nos conduciríamos por la vida con más serenidad y alegría. 

Un viaje por sus celebérrimos Pensamientos nos ayudaría a curar muchas de las enfermedades contemporáneas que contaminan nuestro espíritu. Es cierto que a Pascal se lo ha querido relacionar con el jansenismo porque actuó como abogado defensor del monasterio de Port-Royal donde tenía una hermana religiosa, pero, aunque algunas de sus proposiciones pudieran sonar ambiguas, su actitud fue siempre muy franca y sincera. ¡Ojalá hubiera hoy muchos pensadores como él en los ambientes científicos y universitarios!

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