viernes, 30 de junio de 2023

Todos somos emigrantes


Llegué ayer a Medellín a las 18,30 (hora local). En España era ya la 1,30 de la madrugada de hoy. Acababa de anochecer, con esos anocheceres rápidos y como a traición que se dan en las zonas cercanas al ecuador. Volé con Air Europa porque viaja directamente de Madrid a Medellín, sin necesidad de hacer escala en Bogotá, como sucede con otras compañías aéreas. Las diez horas de vuelo se me hicieron más pesadas que en otras ocasiones. ¡Menos mal que una película reciente de Sherlock Holmes y un par de documentales me ayudaron a matar el tiempo! 

Aunque volamos de día, no me apetecía leer o escribir. La luz penumbrosa que dejan en la cabina después de servir la comida no invita a este tipo de actividades. Todo está pensado para que la gente duerma o se entretenga con la pantallita de su butaca y no piense que está volando a 12.450 metros sobre el nivel del mar y a una velocidad media que se aproxima a los 900 kilómetros por hora. Medellín me recibió con una temperatura agradable y con la lista de los nuevos destinos en mi provincia claretiana de Santiago. Parece que soplan vientos de cambio. Veremos cómo se pueden encajar las cosas a partir de septiembre.


En el avión volaban muchos colombianos que trabajan en España y en otros países de Europa. Aprovechan el verano europeo para regresar a su país y ver a su familia. Por lo que pude escuchar, algunos llevan ya muchos años fuera de su ambiente colombiano. La nostalgia era evidente. Uno, por bien que se encuentre en otro país, siempre echa de menos su país de origen, aquel en el que hizo los aprendizajes básicos de la vida: comer, caminar, hablar, jugar, relacionarse, etc. Sentí una profunda empatía. 

Yo, que me he pasado media vida de un sitio para otro, cada vez valoro más mis raíces. Como los lectores de este blog habrán podido comprobar, siempre que regreso a mi pueblo natal o escribo sobre él se activan en mí las mejores cosas, como si el regreso al origen implicase una sobredosis de vida. Eso no significa que no valore otros muchos lugares que he podido visitar (unos 60 países), sino que ninguno tiene el carácter de “taller” original. Es verdad que siempre estamos aprendiendo, pero los aprendizajes de la infancia (hasta los colores y los sabores) condicionan todos los demás.


Salir y volver son los verbos propios de los emigrantes. En este sentido, todos somos emigrantes porque siempre estamos saliendo de nuestra zona de seguridad y siempre estamos volviendo a ella tras algunas aventuras fuera. La primera vez que vine a Colombia fue en julio de 1997, hace 26 años. En este lapso de tiempo he visitado el país en otras diez ocasiones. Siempre me he sentido en casa. Es verdad que para un europeo a veces hay mucha distancia entre los que los colombianos dicen (que es mucho y, por lo general, muy bello) y lo que, de hecho, hacen (que casi siempre se queda algo corto), pero eso no impide sentirse seducido por la amabilidad de las personas y la belleza de un país que lo tiene todo. 

Se respira vida por los cuatro costados. Por eso, resulta tan doloroso que, desde hace muchos años, sea también un país marcado por la violencia y la muerte. Las cosas han mejorado. La situación actual no es comparable a la vivida en los años 80 y 90 del siglo pasado, pero quedan muchas cosas por hacer. El contexto político se ha vuelto a polarizar. Esperemos que eso no signifique volver a los conflictos tradicionales. Pocos países tienen tantos recursos humanos, culturales, espirituales y económicos como para construir un sugestivo proyecto nacional. Quizás muchos de los que han tenido que emigrar se animarían a volver a su país si se les ofreciera una oportunidad. Estoy seguro de que su experiencia en el extranjero podría contribuir mucho a la nueva etapa. Algo de esto pensé mientras cruzábamos el Atlántico y veía los rostros cansados de quienes volvían a casa. 



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