sábado, 6 de febrero de 2021

No hay fe sin mártires

Hace unos diez años, viajando en tren desde Osaka a Tokio, me leí de un tirón un librito que contaba la historia de Pablo Miki y sus 25 compañeros mártires, canonizados por Pío IX en 1862. Entre otras cosas, me llamó la atención que uno de ellos se llamara Gonzalo García. A pesar de llevar un nombre tan castellano, en realidad era un franciscano nacido en la India, hijo de un soldado portugués y una mujer indígena, probablemente de Baçaim. Es el primer indio canonizado en la Iglesia católica. Recuerdo que cuando llegué a Tokio dejé olvidado el libro en el asiento del tren. Lo sentí mucho porque había sido un regalo de la comunidad católica de Hirakata. El claretiano que me recibió en la estación de Tokio hizo una interpretación más providencial. Tal vez el libro, escrito en inglés, acabaría por casualidad en las manos de algún japonés que, al leerlo, podría sentirse atraído por la figura de Jesús y por el cristianismo. Lo más probable es que los empleados del ferrocarril lo tiraran a la papelera, pero quizás se cumplió lo que vaticinaba mi compañero. No sé si algún día resolveré la incógnita. Recuerdo esta anécdota porque hoy celebramos precisamente la memoria litúrgica de Pablo Miki y sus compañeros. En realidad, la fecha del martirio fue el 5 de febrero de 1597, pero su celebración se trasladó al 6 porque el 5 ya estaba ocupado por santa Águeda, una santa mártir de larga traición.

¿Quién fue Pablo Miki? Fue el primer japonés aceptado en una orden religiosa católica: la Compañía de Jesús. Nacido en el seno de una familia acomodada y bautizado a los cinco años, Pablo Miki ingresó después en un colegio de la Compañía de Jesús y fue novicio a los 22 años. Parece que destacó en todo.  Solo el latín se le hizo cuesta arriba. Se trataba de una lengua demasiado alejada de su forma nativa de hablar y pensar. En cambio, se convirtió en un experto en religiosidad oriental, por lo que se le asignó la predicación, que implicaba el diálogo con los budistas eruditos. Tuvo mucho éxito y obtuvo conversiones, pero, según un franciscano español, más eficaces que las palabras eran sus sentimientos afectuosos. El cristianismo había penetrado en Japón en 1549 de la mano del jesuita navarro Francisco Javier, que permaneció allí dos años, abriendo el camino a otros misioneros, que, en general, fueron bien recibidos por el pueblo y las autoridades. En ese ambiente de tolerancia, Pablo Miki vivió años activos y fructíferos, viajando continuamente por el país. Hacia 1590 los cristianos eran ya alrededor de 250.000. Entre 1582-84 se produjo la primera visita a Roma de una delegación japonesa, autorizada por el Shogun Hideyoshi, y acogida con gusto por el papa Gregorio XIII.

Pero fue el propio Hideyoshi quien luego dio un giro a la política hacia los cristianos, convirtiéndose en su perseguidor. Fueron varias las razones de este cambio. Por una parte, temía que el cristianismo amenazara la unidad nacional, ya debilitada por los señores feudales; por otra, se sentía ofendido por el comportamiento ofensivo y amenazante de los marineros cristianos (españoles) que habían llegado a Japón. A esto se añadieron las graves desavenencias entre los misioneros de las distintas órdenes en suelo japonés. Esta combinación de factores condujo a despiadadas masacres de cristianos en el siglo siguiente. Pero ya en la época de Hideyoshi, hubo una primera persecución local, en la que participó Pablo Miki. Detenido en diciembre de 1596 en Osaka, encontró en prisión a tres jesuitas y seis misioneros franciscanos, junto con 17 terciarios japoneses de San Francisco. Junto con todos ellos fue crucificado en una colina cerca de Nagasaki. Antes de morir, dio su último sermón, invitando a todos a seguir la fe en Cristo; y ofreció su perdón a sus verdugos. Al ir al suplicio, repitió las palabras de Jesús en la cruz: “In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum” (En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu). Así es exactamente como las dijo, en ese latín que había estudiado con tanta dificultad cuando era joven.

Pero, según un cronista de la época, dijo algo más. Desde ese extraño púlpito que era la cruz en la que fue clavado, “declaró en primer lugar a los circunstantes que era japonés y jesuita, y que moría por anunciar el Evangelio, dando gracias a Dios por haberle hecho beneficio tan inestimable”. Y añadió: “Al llegar este momento no creerá ninguno de vosotros que me voy a apartar de la verdad. Pues bien, os aseguro que no hay más camino de salvación que el de los cristianos. Y como quiera que el cristianismo me enseña a perdonar a mis enemigos y a cuantos me han ofendido, perdono sinceramente al rey y a los causantes de mi muerte, y les pido que reciban el bautismo”. 

Leídas estas palabras en el contexto del siglo XXI adquieren un significado muy especial. Todavía hoy en Japón (y en Oriente en general) el cristianismo se percibe como un “producto occidental”. Que Pablo Miki confesara abiertamente su condición de japonés y de jesuita significa que para ser discípulo de Jesús no es necesario renunciar a la propia cultura, sino evangelizarla. Por otra parte, sin nada que perder, subrayó la fe en Jesús como camino de salvación e invitó a los presentes a recibir el Bautismo. 

No sé si hoy, en un contexto de pluralismo religioso y de gran tolerancia, tenemos todavía la humildad y la audacia de anunciar a Jesús como “camino, verdad y vida”. Los mártires (es decir, los testigos de la fe) nos señalan la dirección. Sin ellos, no hay credibilidad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

En este espacio puedes compartir tus opiniones, críticas o sugerencias con toda libertad. No olvides que no estamos en un aula o en un plató de televisión. Este espacio es una tertulia de amigos. Si no tienes ID propio, entra como usuario Anónimo, aunque siempre se agradece saber quién es quién. Si lo deseas, puedes escribir tu nombre al final. Muchas gracias.