viernes, 5 de febrero de 2021

Algo más que gigas

Tuve mi primer ordenador portátil en agosto de 1991. Era un Toshiba comprado en Hong Kong, al regreso de un viaje de 40 días a Filipinas. Aquel fabuloso aparato de carcasa gris y pantalla de cuarzo tenía una increíble memoria de… 20 megas, lo que en aquel entonces parecía un almacenaje más que satisfactorio. Con esta cantidad, hoy apenas podemos guardar unas cuantas fotografías o un vídeo muy corto. De hecho, ya casi no hablamos de megas, sino de gigas, teras, petas, etc. Viene esto a cuento del poder asombroso de la memoria humana. ¿Cuánta información almacenamos en nuestro cerebro? Algunos científicos han hecho cálculos aproximados utilizando las medidas que usamos para los computadores. Los resultados dejan sin aliento, pero yo no tengo ningún interés particular en saber cuántas petas, exas o zettas caben en mi cerebro. 

Lo que me fascina es caer en la cuenta de los millones de estímulos que los seres humanos recibimos, almacenamos y procesamos desde antes de nacer. Pienso en todas las personas que he ido conociendo a lo largo de vida, en las palabras que he oído y en las que he pronunciado. Han sido miles los libros, artículos y periódicos que he leído. Por mi retina han desfilado personas, objetos y paisajes sin cuento. He experimentado sentimientos muy diversos, desde la atracción al rechazo, pasando por la curiosidad, la alegría, el miedo, la envidia, la tristeza o el entusiasmo. Soy la suma de esa cantidad ingente de estímulos acumulados en mi “disco duro” y algo más cuya identidad no puedo precisar bien.

Cuando cada mañana tecleo la entrada de este blog, estoy tomando palabras prestadas de Cervantes, Dickens, Machado, Zweig, García Márquez y Francisco Umbral, por citar solo unos pocos ejemplos. Aunque no me dé cuenta, lo que hago es componer de manera más o menos creativa palabras, expresiones y giros que otros me han prestado a través de las lecturas que he ido haciendo a lo largo de mi vida. Cuando preparo una charla o una homilía se activan los salmos que he rezado miles de veces a lo largo de mi vida religiosa, los libros de teología que he estudiado, las conversaciones sobre muchos temas que he mantenido con colegas y amigos. Cuando tarareo una melodía “inventada”, no hago sino jugar con patrones musicales que se han incrustado en mí después de miles de horas escuchando música clásica, canciones pop, rock duro y hasta zarzuela. 

Es decir, lo que yo soy no es sino una hábil combinación de los muchos estímulos que he ido recibiendo a lo largo de mi vida. La creatividad es, en el fondo, un juego de la memoria. Por eso, sin memoria se puede ser tal vez ocurrente, pero no creativo. Lo maravilloso de este proceso es que casi todo sucede de forma inconsciente. Todos nosotros “olvidamos” la mayor parte de las experiencias vividas y, sin embargo, están condicionando todo lo que somos y hacemos. Me parece que fue el escritor francés André Maurois (1885-1967) quien dijo aquello de que “cultura es lo que queda después de haber olvidado lo que se aprendió”, aunque en alguna ocasión oí que alguien le atribuía una frase semejante a Ortega y Gasset. Sea como fuere, me considero una persona “culta” porque mis olvidos son verdaderamente enciclopédicos.

Si alguna vez fuera posible elaborar una especie de álbum con todas las imágenes, sonidos y sensaciones que hemos ido teniendo a lo largo de la vida nos quedaríamos sobrecogidos y tal vez asustados. ¿Cómo es posible que un ser humano pueda vivir tantas cosas en un período tan breve como es la duración de la existencia? ¿Quién se hace cargo de esa herencia cuando uno muere? Uno de los problemas de las redes sociales (de Facebook, por ejemplo) es gestionar las cuentas de quienes fallecen sin haberlas eliminado o sin haber dado instrucciones al respecto. Sí, somos un cúmulo ingente de estímulos. Nuestro cerebro (en realidad, todo nuestro cuerpo) es un pequeño disco duro que almacena una cantidad ingente de información con la cual gestionamos el día a día de nuestra vida. Es un gigantesco banco de recursos (sin los cuales no podríamos vivir) y a veces también un lastre que nos impide ser felices. Somos “eso” y, al mismo tiempo, somos mucho más que “eso”. 

Nuestra identidad personal es algo más que la suma de los elementos que nos componen. Ya sé que los materialistas afirman que hablar de algo más es absurdo, pero difícilmente podría referirme a los sumandos de la existencia si no tuviera la capacidad de contemplar la suma “desde fuera”. En fin, pensamientos deslavazados para afrontar un nuevo fin de semana. Más me valdría haberme dejado de pamplinas y haber escrito algo sobre santa Águeda de Catania, cuya fiesta celebramos hoy, aunque este año lo hagamos un poco en sordina. Les dejo el turno a mis amigas feministas.



1 comentario:

  1. Gonzalo, tampoco son tan “pamplinas” lo que has escrito. Nos ayudas a valorar lo que es el ser humano y que todo se nos da “regalado”… Las maravillas del cerebro, este gran desconocido y cómo actúan, en nosotros, todos los estímulos que recibimos… Las mujeres viviríamos los embarazos muy diferente si fuéramos conscientes de cómo el feto y luego el bebé, ya se va configurando antes de nacer.
    Yo diría que las cosas no las olvidamos, las almacenamos en algún lugar del cerebro para que no estorben y, en un momento determinado, puedan surgir. Nos llega un estímulo que nos hace reaccionar y de repente surge un recuerdo, agradable o no, de hace tiempo y que pensábamos ya estaba olvidado.
    Si utilizamos reglas mnemotecnias memorizamos más y mejor… reglas que podemos inventar o ayudarnos de las de quienes las han estudiado. También la meditación nos ayuda en ello: en el silencio, aprendemos a escuchar y a seleccionar.

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