domingo, 20 de diciembre de 2020

La madre de un hijo especial

El IV Domingo de Adviento siempre tiene un color mariano. En realidad, nos habla de la venida inminente de Jesús a través de la mediación de María. El Evangelio que la liturgia nos propone hoy (Lc 1,26-38) es el mismo que leímos en la pasada solemnidad de la Inmaculada Concepción. Pero el acento recae ahora sobre la persona de ese niño que va a nacer. En unos pocos versículos se nos ofrece una cristología diminutiva. Se nos dice que se llamará Jesús y “será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin”. Unos versículos más adelante, se añade: “el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios”. En pocas palabras tenemos una colección de títulos mesiánicos aplicados a Jesús: Hijo del Altísimo, Rey heredero del trono de David, Santo e Hijo de Dios. La identidad del pequeño de Belén queda bien definida en relación con su origen (hijo de Dios) y con su misión (Rey definitivo). 

El rey David, en la cima de su poderío, había soñado con construir una casa al Señor, un templo grandioso en Jerusalén (primera lectura). En realidad, era más su proyecto que el proyecto de Dios. Quería poner su firma es esa obra impresionante. Lucas, en el Evangelio, nos aclara que la “casa” que Dios mismo se construye en este mundo es Jesús (lugar de encuentro entre Dios y los seres humanos) a través de la pequeña María, cuyo corazón y cuyo vientre se convierten en “casa” para Jesús.

Un relato tan hermoso y cargado de claves teológicas no puede pasar por alto en víspera de la Navidad de este año “maldito”, como lo ha calificado El País, aunque yo prefiero calificarlo de “paradójico” porque, debajo de tantas aparentes maldiciones, fluye un enorme caudal de gracia que iremos descubriendo con el paso del tiempo. Nosotros, como el rey David, también hemos querido construirle una casa a Dios. Con nuestra autosuficiencia de hombres y mujeres modernos, hemos querido decirle a Dios cómo tenía que conducir la creación. Nos hemos mostrado muy ufanos a la hora de exhibir nuestro poderío científico y técnico. En pocas palabras: hemos querido decirle que podemos apachárnoslas solos, sin tener que recurrir siempre a un Papá Dios, demasiado alejado de nuestras vidas. 

Esta versión moderna del viejo David se ha visto sacudida por un invisible virus que ha hecho temblar todas nuestras convicciones. Parece que nuestros sueños de grandeza se concentran ahora en minimizar los efectos negativos de la pandemia, lograr cuanto antes una vacunación masiva y emprender el lento camino de la recuperación. En esas estamos cuando, con cadencia inexorable, llega la Navidad de un año que nos ha mantenido en vilo casi desde el primer día hasta el último. El mensaje del cuarto domingo de Adviento es muy claro. La “casa” que Dios quiere se la ha construido él mismo. No necesita de nuestros sueños de grandeza. Se llama Jesús. En esa “casa” podemos encontrarlo a Él, el Dios invisible, porque Jesús (Hijo del Altísimo, Rey heredero del trono de David, Santo e Hijo de Dios) es la transparencia de Dios en nuestro mundo.

¿Cómo acceder a Jesús? La puerta de acceso es su madre María. En realidad, su verdadero nombre teológico es la “llena de gracia”. En ella la gracia de Dios rebosa de tal manera que alcanza a todos los seres humanos que se acercan a ella. Por eso, María sigue ejerciendo una fascinación universal, incluso entre muchas personas que no se consideran cristianas ni siquiera creyentes en Dios. En ella vemos un símbolo de esa apertura incondicional al Misterio que quisiéramos encontrar en nuestros pobres corazones y que nunca conseguimos del todo. Cuando experimentamos que todo lo que hemos hecho es muy frágil, cuando probamos en nuestras carnes el zarpazo de la enfermedad, cuando se nos hace evidente la impotencia del ser humano y quisiéramos ser lo suficientemente humildes como para abrirnos a Dios, entonces le pedimos prestadas a María sus palabras de entrega total: “Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. Intuimos que esta es la verdadera clave de acceso a una vida plena, pero sentimos el vértigo de hacerlas nuestras. Por eso, le pedimos a ella que siga pronunciándolas vicariamente. Su “fiat” es el nuestro. Su apertura y fidelidad son las que desearíamos para nosotros. Es verdad que, al mismo tiempo que intuimos esta ráfaga de luz, las preguntas y objeciones siguen acompañándonos: ¿Cómo será esto? ¿No estaré engañándome una vez más? ¿Merece la pena arriesgarme en esta etapa de mi vida, cuando parece que ya tengo todo encarrilado? Entonces, no tenemos más remedio que confiar en las palabras del ángel como si estuvieran dirigidas a cada uno de nosotros: “Para Dios nada hay imposible”. Cuando nos fiamos de ellas, la Navidad está mucho más cerca.


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