martes, 8 de diciembre de 2020

Ella es de Dios y nuestra

La gran fiesta del tiempo del Adviento es, sin duda, la solemnidad de la Inmaculada Concepción, que se conmemora simbólicamente nueve meses antes de celebrar su Natividad el 8 de septiembre.  ¿Qué imagen de María deja traslucir la solemnidad de hoy? ¿La de una mujer “privilegiada” que no tiene nada que ver con nosotros, pobres criaturas que vivimos en un mundo contaminado? ¿O la de una sencilla mujer que, en medio de las pruebas de la vida, se dejó transformar por Dios para poder cumplir la misión asignada? Las lecturas de hoy nos proporcionan la respuesta. Confieso que cada vez me gusta más el relato de Gn 3,9-15.20 que nos propone la primera lectura. Con un lenguaje mítico, describe qué le sucede al ser humano cuando, enloquecido por el delirio de omnipotencia, sueña con ocupar el puesto de Dios y decidir de manera autónoma el bien y el mal. Esta tentación de autosuficiencia, tan típica del hombre moderno, es sutil y traicionera como una serpiente. Una vez consumada, causa la ruptura de la armonía con uno mismo, los demás, la naturaleza y Dios. Por eso, el ser humano se siente fuera de lugar. Cuando Dios lo busca y le pregunta “¿Dónde estás?”, el hombre no sabe qué responder. Pero no es el final absoluto, porque la “serpiente” no tiene la última palabra. Dios no abandona a su criatura. A la luz de esta lectura, la proclamación de la Inmaculada Concepción de María adquiere un significado nuevo y atractivo. María es la criatura que, desde su concepción, ha logrado la armonía perfecta que Dios había soñado en la primera mañana del mundo.

La segunda lectura nos revela una sorpresa más. Creíamos que solo María era santa e inmaculada, pero Pablo nos aclara que Dios “nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e inmaculados ante él por el amor” (Ef 1,3), que esta es la vocación a la que todos somos llamados. El destino que aguarda a toda la humanidad no es, por lo tanto, la destrucción, sino el gozo sin fin, para la alabanza de su gloria. En el himno de la carta a los Efesios se dice que “la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya”. El texto original usa aquí el verbo griego “kharitoo” que significa “colmar gratuitamente con cada regalo”. En su amado Hijo, Dios nos ha colmado de bienes, sin ningún mérito por nuestra parte. 

Este mismo verbo es el que usa Lucas en el Evangelio en referencia a María, cuando el ángel la llama “la llena de gracia”. Siguiendo el esquema bíblico de las anunciaciones, Lucas quiere poner de relieve que la joven María es virgen no solamente desde el punto de vista biológico, como la Iglesia ha creído siempre, sino también en sentido bíblico: es decir, es pobre. Está tan vacía de sí misma que solo puede ser “llena de gracia” por Dios. En la Biblia, cuando el Señor se dirige a alguien, lo llama por el nombre. En el relato que se propone en el Evangelio de hoy el nombre de María es sustituido por otra expresión: “la llena de gracia”. Dios le cambia el nombre porque la destina para una misión particular: la de proclamar al mundo lo que Dios hace en los pobres que confían en su amor, la de ser la madre del Salvador. A la objeción de María, el ángel responde: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios” (Lc 1,35-36). Al afirmar se ha posado la sombra del Altísimo sobre María, Lucas declara que en ella se ha hecho presente el mismo Dios. La respuesta de María ha recorrido la historia: “Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).

La solemnidad de la Inmaculada en este año 2020 nos ayuda a entender que cada vez que el ser humano se deja llevar por la tentación de ser omnipotente experimenta la ruptura de la armonía. La “serpiente” que nos ha hecho caer en la cuenta de nuestra fragilidad se llama ahora “Covid-19”. En realidad, no se trata tanto de una realidad externa, cuanto de la conciencia que hemos tomado de nuestro pecado interior. No sabemos ya quiénes somos ni dónde estamos, nos da vergüenza vernos desnudos, no nos atrevemos a mirar a la cara a Dios. La tentación del desánimo es evidente. Muchas personas han entrado en un bucle melancólico. ¿Qué futuro le espera a la humanidad? La Palabra de Dios nos recuerda que ninguna “serpiente” (símbolo del orgullo humano) puede desbaratar los planes de Dios, que “Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor”. Este sueño de Dios para la humanidad ha alcanzado ya su plena realización en María, la muchacha de Nazaret. Ella no es una “privilegiada” a la que se la ha eximido de su condición humana. Es una como nosotros que ha sabido vaciarse totalmente de sí misma para que cupiera Dios. Por eso, la llamamos la inmaculada, la llena de gracia. Aupados por su “sí”, recargamos nuestra esperanza, nos ponemos en pie, aprendemos a pronunciar nuestro nombre y, poco a poco, restauramos las relaciones rotas. Sí, la solemnidad de la Inmaculada es también nuestra fiesta.



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