jueves, 24 de diciembre de 2020

Dame una buena noticia

Saturados de malas noticias a lo largo de este año 2020, anhelamos que alguien de confianza nos anuncie un “evangelio”; es decir, una “buena noticia”, que eso es lo que significa la palabra griega “evangelio”. Para muchos, la “buena noticia” es la vacuna que, a partir del próximo domingo 27, comenzará a inyectarse simultáneamente en todos los países de la Unión Europea. Para otros, el premio conseguido en la reciente lotería española. Quizá algunos han recibido el alta médica en estos días previo a la Navidad o han conseguido un billete para viajar a su lugar de origen. Muchas “buenas noticias” vienen a través del teléfono y de las redes sociales. Los familiares y amigos prodigan en estos días las videoconferencias. Son formas modernas de “visitación” y, por tanto, portadoras también de buenas nuevas. Pero tenemos que ser conscientes de que no hay frustración mayor que una falsa “buena noticia”. A veces, con la buena intención de hacer más soportable la vida de las personas que sufren, inventamos noticias sin fundamento. Suelen ser la antesala de un hundimiento mayor. Solo es “buena noticia” la que se basa en la verdad. Y si es cierto que verdad, bondad y belleza caminan juntas, toda buena noticia es siempre verdadera, buena y bella.

Si hay alguna noticia que merece estos tres calificativos, esta es, sin duda, la noticia de que “la Palabra se ha hecho carne” (Jn 1,14). O de manera más narrativa: “El ángel les dijo: «No temáis, os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor” (Lc 2,10-11). No podemos imaginar una buena noticia mejor. Cuando hoy en la Misa de medianoche (que en muchos países se adelanta a las últimas horas de la tarde debido a las restricciones sanitarias) se proclame este Evangelio, entenderemos por qué el nacimiento de Jesús es una gran alegría para todo el pueblo. Si como decía Rabindranath Tagore es verdad que “cada niño al nacer nos trae el mensaje de que Dios no ha perdido aún la esperanza en los seres humanos”, es todavía más verdad cuando el Niño que nace es su propio Hijo. No solo Dios no ha perdido la esperanza en nosotros, en el mundo, sino que cada Navidad la reforzamos. Como hemos meditado muchas veces, la liturgia no es un mero recordatorio de un hecho histórico, por significativo que sea, sino su actualización en nuestra vida y en la del mundo. Esto quiere decir que Jesús sigue naciendo hoy, se hace presente en las encrucijadas de nuestra existencia. ¿Cómo no vivirlo así en este año de la pandemia en el que la esperanza se ha puesto a prueba?

En la misa de esta noche el profeta Isaías nos anunciará que “el pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz” (Is 9,1). El apóstol Pablo, en su carta a Tito, nos recordará que “la gracia de Dios, que es fuente de salvación para todos los hombres, se ha manifestado” (Tit 2,11). El evangelio de Lucas explicitará el motivo de esa nueva luz y de esa gracia: “Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor” (Lc 2,11). ¿Necesitamos algo más para no hundirnos en la desesperación? Dios no nos promete que, a partir de ahora, las cosas van a ser fáciles o que todo nos saldrá bien en la vida. Nos dice que, en las duras y en las maduras, de día y de noche, contamos con un Salvador, que no andemos demasiado preocupados por nuestro futuro porque está en sus manos. Esta “buena noticia” no genera falta de responsabilidad, sino una profunda paz y una esperanza dinámica. Dios no se ha olvidado de nosotros, no permanece indiferente ante nuestras necesidades. 

Cuando este anuncio se hace carne de nuestra carne, estamos en condiciones de compartirlo con otras personas que caminan en las tinieblas o sienten que la vida no merece la pena. Parece que la pandemia ha incrementado el riesgo de padecer algunas enfermedades mentales. Sin llegar a extremos patológicos, casi todas las personas con las que hablo estos días acusan cansancio, ansiedad, apatía y tristeza. Creo que para afrontar estos síntomas hay que sanar la raíz. Esto no se logra a base de cenas familiares (por más que sean deseables), música ruidosa o infinitas videollamadas. Se logra cuando dejamos que, en el fondo de nuestro corazón, el ángel de Dios nos anuncie la misma “buena noticia” que a los pastores: “No temáis, os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor”. Dejemos que cada una de estas palabras repare el disco duro de la confianza, demasiado castigado este año por una constelación de virus dañinos.



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