miércoles, 20 de noviembre de 2019

Palabras en camino

La Iglesia sigue produciendo infinidad de palabras. Organiza cursos, congresos, encuentros, sínodos, simposios, conferencias, semanas, seminarios y talleres. Publica biblias, enciclopedias, libros, folletos, encíclicas y exhortaciones. Está presente en muchas radios y televisiones. Amplía su influencia en Internet a través de páginas webs, blogs, transmisiones en streaming, etc. Cada domingo lanza millones de homilías en casi todas las lenguas del mundo. No sabemos a cuántas personas llega esta inflación verbal, pero la producción no se detiene. Vistas las cosas desde fuera, pareciera que todo va viento en popa. ¿Qué otra “multinacional” tiene una red tan capilar en el mundo? El papa Francisco puede ir a Estados Unidos o a Tailandia, a Brasil o a la República Centroafricana. En cualquier rincón del mundo hay cristianos. 

Y, sin embargo, en medio de esta producción infinita de palabras, ¿hay espacio todavía para el anuncio de una “buena noticia”? ¿Anunciamos algo fresco y apetecible o, más bien, estamos huyendo hacia adelante en una especie de verborrea ininteligible para la mayoría? Me parece que la mayor parte de las personas piensa que las verdaderas “buenas noticias” vienen hoy de la mano de la ciencia, la técnica y la economía. Lo que la gente espera es que se resuelva el problema del calentamiento global del planeta, que se acabe con la contaminación de los mares, que se encuentre una solución definitiva al cáncer y otras enfermedades mortales, que se combata la pobreza, el hambre y las guerras, que desaparezcan los arsenales nucleares, que Internet llegue a cualquier rincón del mundo, que todos tengan acceso a un empleo digno, a la vivienda, a la educación y a la salud, etc. ¿Hay alguna esperanza que vaya más allá de estos deseos fieramente humanos?

Durante muchos siglos el cristianismo ha sido capaz de llegar al corazón y a la mente de millones de hombres y mujeres. Desde los esclavos del imperio romano hasta los genios del Renacimiento, el Evangelio de Jesús ha sido una “buena noticia” a lo largo de la historia. Ha inspirado a pensadores, artistas, científicos y políticos. Ha llevado consuelo y esperanza a los más pobres. Ha transformado la vida de millones de personas que se han consagrado a Dios y al servicio de los demás. Desde la inhóspita tierra de Palestina (encrucijada de tres continentes), ha llegado a todos los lugares del mundo. ¿Conseguirá llegar a los hombres y mujeres del siglo XXI o nos aproximamos al fin de una historia multisecular que ya ha agotado todas sus potencialidades? 

Abramos los ojos. Cuando uno sale a la calle y pasea entre rascacielos, tiendas y coches; cuando llega a su trabajo y se ve rodeado de ordenadores, camiones, teléfonos o robots; cuando llega a su casa por la noche y dedica tiempo a ver la televisión o navegar por Internet… por todas partes vemos “las obras del ser humano”. Todo nos habla de lo que el hombre ha conseguido hacer. Estamos rodeados de productos humanos: casas, carreteras, coches, ordenadores, teléfonos móviles… ¿Cómo vamos a hacernos la pregunta por Dios si parece que solo vemos lo que el ser humano hace? Es como si viviéramos en una burbuja en la que no existe ninguna referencia que vaya más allá de sus límites, no hay alteridad con la que medirnos. Nos hemos vuelto insuperablemente antropocéntricos. Todo lo referimos a nosotros. Todo lo medimos a partir de nosotros.

En este contexto, que se ha venido fraguando por lo menos en los últimos tres siglos, no estamos dispuestos a escuchar palabras cerradas e imperativas. Aborrecemos todo lo que suene a dogmático. Pero quizá no nos oponemos a algunas “palabras en camino”, a preguntas y reflexiones que nos ayuden a tomar conciencia del tiempo que vivimos y, llegado el caso, a proseguir la búsqueda de sentido más allá de lo que nos es dado. Aunque nos sepamos derrotados por un consumismo insaciable –imprescindible para mantener la lógica capitalista– quizá no hemos desechado por completo la idea de que la vida humana no es unidireccional, que se puede vivir de otra manera. 

La luz roja que nos avisa de que algo no funciona del todo bien es esa insatisfacción crónica que muchas personas padecen y que a veces se torna en depresión. Rodeados de todo lo que nos han dicho que puede hacernos felices (un buen trabajo, una buena casa, un buen coche, una buena cuenta corriente, una buena relación), no acabamos de encontrar la plenitud a la que –sin saber muy bien por qué– nos sentimos llamados. Se nos caen de las manos los métodos de autoayuda y las incontables ofertas que nos proponen un bienestar integral (y que no son sino sutiles variantes del consumismo que rascan en nuestro bolsillo a cambio de unas migajas de placer). Algunos pensadores ateos contemporáneos empiezan a alertar de que el declive del cristianismo está dañando seriamente la sociedad. Yo sí necesito la fuerza de una “buena noticia”. No sé vosotros.


martes, 19 de noviembre de 2019

El vecino del cuarto

Me lleva 13 años. Confieso que he escuchado y cantado muchas canciones suyas. Su nombre es muy conocido. Suena ecológico. Se llama José Luis Perales. Ya sé que para pasar por moderno y diferente tendría que mencionar otros artistas más cool o hacer referencia a la música cañera, pero hoy no quiero hacerlo. En tiempos tan artificiales y artificiosos como los que corremos, reivindico a un artista que –según confiesa él mismo en una entrevista reciente– se lo podría fácilmente confundir con “el vecino del cuarto”. Un tipo que ha vendido millones de discos, que ha compuesto canciones para cantantes tan famosos como Raphael, Miguel Bosé, Mocedades, Paloma San Basilio, Rocío Jurado, Isabel Pantoja o La Oreja de Van Gogh y que, sin embargo, sigue fiel a sus raíces populares, es una especie en extinción. No disimula su origen rural (Castejón, Cuenca), su proveniencia de una familia sencilla, sus estudios de maestría industrial en la Universidad Laboral de Sevilla, sus trabajillos como electricista y delineante en Madrid, su matrimonio con Manuela desde hace 42 años, su admiración por el papa Francisco y su condición de católico comprometido. Hoy, en el mundo artístico, donde tanto abundan las posturas histriónicas, las provocaciones innecesarias, el exhibicionismo más burdo y el ateísmo de salón, es un milagro que sigan existiendo tipos “normales” como José Luis Perales. 

Para vender discos (millones de discos) y hacerse famoso, no ha necesitado saltar de escándalo en escándalo ni vender su alma al mejor postor; no ha tenido que renunciar a su fe y sus convicciones, no se ha sumergido en el abismo de la droga ni se ha paseado con coches despampanantes o mujeres objeto. Se ha limitado a vivir, abrir los ojos, escuchar con atención y contar con sencillez lo que ha visto y oído. Y, claro, millones de personas han sintonizado con un trovador rural que no tiene el aire canalla de ese trovador urbano que es Joaquín Sabina, pero que comparte con él la capacidad de dibujar el alma humana con cuatro trazos poéticos. No está muy lejos de Leonard Cohen. En América es un ídolo, quizá más que en su España natal.

Algunas de sus canciones llevan una pregunta en el título. Perales nos puede preguntar ¿Por qué te vas? (canción popularizada por Jeanette) o ¿Y cómo es él? Puede hacer canciones que llevan los nombres de personas: Isabel, Javier, Lucía, Luis, Adrián, Denisse o doña Asunción. Es experto en describir personajes como un pequeño marinero, las samaritanas del amor, el amo y el  mozo, el ciego, el escultor y ella, el hombre y la sirena, el señor X, el soñador, el snob, el torerillo, la casada, la chica de la playa, la madre, la reina del cafetal, la tabaquera, el loco, la loca, los guerreros… Ha compuesto canciones que describen lugares entrañables: Marruecos, América, Santo Domingo, Madrid (Demonios en Madrid). 

Hay muchas canciones que expresan sus sentimientos en primera persona: Me gusta la palabra libertad, Me hablaba de ti, Me han contado que existe un paraíso, Me iré calladamente, Me iré, Me llamas… Ha cantado a la Navidad (Navidad, Canción para la Navidad), a la paz (Una canción para la paz), a la libertad (Me gusta la palabra libertad, Un velero llamado libertad), a su padre (A mi padre), a su madre (Nana para mi madre) a los niños (Que canten los niños, Mientras duermen los niños), a su hijo Pablo (Canción infantil), a un amigo (Mi amigo Luis), a los gitanos (Canción de cuna para un gitano), a los pastores (Canción para un pastor), a los poetas (Canción para un poeta), a los desempleados (De profesión parao), a los labradores (El labrador)… Son innumerables sus canciones al amor y al desamor: Amada mía, Ámame, Amarte así, Ay amor, Ay corazón, Morir de amor, Para saber de amor, Pensando en ti, Perdóname mi amor, Por amor, Primer amor, Como tú y yo, Me llamas, El amor, El día que te marches, Te echo de menos, Te quiero, Te quiero tanto, Ella y él, Tú y yo, Un minuto de amor, Y sigo enamorado, La cárcel del amor… Ha hecho canciones sobre el otoño, los trenes, la soledad y la adolescencia. En fin, que ha sabido radiografiar el alma humana con una poesía sencilla que llega al corazón de la mayoría y con melodías que se recuerdan sin recurrir a acordes disonantes. Con la tónica, la dominante y la subdominante construye canciones que resisten el paso del tiempo. Uno no acaba de saber bien por qué, pero contra factum non est argumentum. 

Hay personas a las que les encantan el maquillaje, la apariencia, el vestuario brillante y las extravagancias de artistas como Beyoncé, Lady Gaga, Michael Jackson, Mick Jagger, Freddy Mercury o Elton John. No seré yo quien niegue las cualidades artísticas de estos personajes del entertainment, pero no me gusta la exageración. Si tengo que conducir muchos kilómetros en una tarde de otoño, prefiero escuchar las baladas suaves de José Luis Perales, un hombre que parece el vecino del cuarto. Me cuenta cosas que vive la gente que yo conozco. Me transmite sencillez y credibilidad. No encuentro mucha diferencia entre la persona y el personaje. Me gusta que sea tímido y que de vez en cuando tenga rasgos de mal genio. Admiro que sea “el rey del karaoke” porque eso significa que muchas personas pueden cantar sus canciones sin alardes vocales. Y –lo confieso abiertamente– me gusta que descubra la presencia de Dios en la trama de la vida sin tener que ir por ahí con la etiqueta de “católico” pegada en la frente. Lo que más convence es la vida. Casi siempre sobran las proclamas.




lunes, 18 de noviembre de 2019

Jóvenes que buscan

Domingo por la tarde. Cae una lluvia muy fina sobre un Madrid frío. Tengo dos conversaciones con dos jóvenes distintos: una, en torno a un té; otra, junto a una cerveza negra. No hay demasiada gente en los dos bares en los que estamos. Conversaciones largas, tranquilas, sinceras. Se trata de dos situaciones vitales muy distintas, pero con un denominador común: la búsqueda de sentido, de felicidad. Escucho más que hablo. Creo saber cuándo tengo que callar y cuándo tengo que hablar, aunque quizás no siempre acierte. Los dos jóvenes superan los 30 años. Ya han vivido bastante, pero se supone que les queda mucho por vivir. 

Es urgente poner la clave adecuada en la partitura de sus vidas. Uno todavía está buscándola a través de una montaña rusa de emociones, éxitos y fracasos; el otro parece haberla encontrado, se lo ve contento, aunque nunca se puede interrumpir la búsqueda. Ambos representan la rica variedad de los jóvenes de hoy. No existe un solo patrón, aunque haya algunas señas generacionales de identidad. Sorbo muy lentamente el té (¿o era café con leche?) y la cerveza. Compruebo que los dos sostienen la mirada con serenidad. Es un hermoso signo de transparencia. No tienen nada que ocultar. Nadie es menos que nadie por padecer una crisis o una depresión. Todos somos carne de fragilidad. Aprendemos más en nuestras caídas que en nuestros éxitos, aunque procuramos evitar las primeras y magnificar los segundos.

Todos necesitamos ser escuchados. En el contexto actual de aceleración vital y de pérdida de referencias, pocas acciones son más curativas que la escucha. No es suficiente decir eso de “A ver si un día nos vemos y charlamos un rato”. Hay que agendar ese día, sentarse y olvidarse del reloj. Cuando alguien nos escucha con empatía, aprendemos a autoexplorarnos. Sacamos de nuestra bodega interior más misterios de los que creíamos conservar. Si la persona que nos escucha es capaz de devolvernos en pequeñas dosis, con delicadeza y orden, nuestro discurso alborotado, empezamos a comprender su significado. No hace falta que nos diga lo que piensa. Basta con que se limite a reflejar nuestro parto emocional y verbal. 

Es probable que podamos ir más lejos, pero esas dos etapas son ya suficientes para reconciliarnos con nosotros mismos y con la belleza de la vida. El té y la cerveza son solos los “sacramentos” ordinarios que actúan como mediación para un diálogo sincero. Cada vez me parece más evidente que son muchas las personas que están en búsqueda. Han perdido los referentes de otros tiempos, ensayan varios caminos (desde la meditación o el voluntariado social hasta el senderismo y la música), sorben pequeñas copas de felicidad, pero no acaban de sentirse satisfechas. Hay una desproporción insalvable entre lo que buscan y lo que encuentran.

A mí no me gusta sacar a Jesucristo en mitad de una conversación como si fuera un as escondido en la manga. Prefiero seguir el método que él mismo empleó con sus primeros seguidores. Me detengo mucho en la pregunta inicial: “¿Qué buscáis?”. Dejo que esa pregunta actúe como linterna que va iluminando los anhelos interiores. No tengo prisa en pasar a la siguiente fase. Si llega el momento oportuno, me atrevo a hacer mías las palabras de Jesús: “Venid y veréis”. Los jóvenes que buscan no necesitan respuestas teóricas, sino experiencias de encuentro. Les puedo proponer algunos lugares. Incluso les puedo invitar a una nueva conversación o a un retiro de fin de semana.  Las aclaraciones conceptuales vendrán luego, si vienen. Lo importante es experimentar –siquiera fugazmente– que se puede vivir de otra manera, que no todo es más de lo mismo, que “hay salida”. 

Los jóvenes saben cómo llegar a los jóvenes. Sintonizan la misma onda. Yo pertenezco a otra generación, a otro universo cultural. Por eso, procuro no interferir la comunicación espontánea entre ellos. Creo, por otra parte, que Jesús es siempre joven, es como ellos. En el fondo, cada vez que mantengo una conversación con algún joven (chico o chica), me anima una profunda convicción: no hay corazón humano en el que no quepa Jesucristo. Estamos hechos para el encuentro con Dios a través de él. Siempre estaremos inquietos hasta que nos dejemos encontrar por él. Siempre. No importa la edad que tengamos. La única tristeza es comprobar que él nos busca mientras nosotros andamos vagando.




domingo, 17 de noviembre de 2019

Perseverar en las pruebas

Hemos llegado al XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, el penúltimo del año litúrgico. Todo tiene el sabor del final. Tanto la primera lectura (Mal 3,19-20a) como el Evangelio (Lc 21,5-19) están impregnados de signos apocalípticos, pero ¡ojo! porque “apocalíptico”, desde el punto de vista bíblico, no significa lo que hoy solemos entender por esta palabra. Según el diccionario de la RAE, “apocalíptico” es sinónimo de misterioso, oscuro, enigmático. También significa terrorífico o espantoso, “generalmente por amenazar o implicar exterminio o devastación”. Si uno leyera desde estas claves el “apocalíptico” Evangelio de este domingo se sentiría asustado y, sobre todo, más perdido que un pulpo en un garaje. Tratemos de aclarar algo los  términos. En griego “apocalipsis” significa “revelación”, quitar el velo que cubre una realidad para comprender cómo es. Con símbolos que pueden infundir miedo (guerras, revoluciones, hambres, pestes, fenómenos  en el cielo), Jesús quiere revelarnos la actitud que debemos tener ante el final. No tiene demasiado interés en decirnos cuándo o cómo se va a producir. En realidad, ese “final” no es tanto la terminación absoluta de este mundo cuanto el “final” que supone situarse ante las contradicciones del presente. 

Cuando abrimos los ojos a la realidad de hoy, nos damos cuenta de que estamos viviendo realidades parecidas a las que Jesús se refiere en el evangelio: guerras, revoluciones, persecuciones, cambio climático, hambrunas, etc. ¿Cómo situarnos ante estas realidades? ¿Cuál debe ser la actitud del cristiano?

El Evangelio de Lucas, escrito unos 15 años después de la destrucción de Jerusalén, nos “revela” (apocalipsis) algunas claves que siguen siendo válidas hoy:
  • En primer lugar, no debemos dejarnos engañar por los predicadores de turno que nos asustan con mensajes terroríficos para arrimar el ascua a su sardina y sacar provecho del miedo de la gente. A veces, se trata de pastores evangélicos a los que les falta un tornillo; otras veces, de científicos que hablan del cambio climático como si fueran profetas de calamidades; en ocasiones, son los políticos de diverso signo quienes amedrentan a la población con diversos “demonios” para presentarse como salvadores. Las palabras de Jesús son nítidas: “No vayáis tras ellos”.
  • En segundo lugar, Jesús nos invita a no tener miedo (mensaje repetido varias veces en el Evangelio), “porque es necesario que eso ocurra primero, pero el fin no será enseguida”. Él no es un predicador más que viene a amedrentar a sus oyentes, sino un portador de “buenas noticias”. Los que asustan a la gente, aunque se trate de eclesiásticos de renombre, no vienen de Dios.
  • En tercer lugar, debemos estar siempre preparados para la persecución, pero sin obsesionarnos con preparar nuestra defensa “porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro”. Cada vez es más evidente que los cristianos somos siempre molestos porque no nos ajustamos a este mundo. En algunas partes somos encarcelados, torturados y hasta eliminados; en otras, se nos somete al ridículo o se nos ignora. Forma parte del guion. Jesús nos ha advertido de que esta será siempre una seña de identidad. No tenemos que caer en la tentación de la manía persecutoria ni en la de defendernos a toda costa. El tiempo (o sea, Dios) coloca a cada uno en su sitio.
  • Finalmente, en medio de las pruebas de la vida, debemos mantenernos firmes y fieles: “con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. Cuando las cosas vienen mal dadas, hay muchos que se asustan y desertan. En nuestras sociedades occidentales estamos viviendo una inmensa apostasía silenciosa. Millones de bautizados “no saben/no contestan” cuando se les pregunta por su fe. Jesús nos pide perseverar, no tirar la toalla, seguir confiando en Él.
Creo que las cuatro claves del Evangelio de hoy son una verdadera “revelación” (apocalipsis) que nos ayuda a vivir este tiempo presente (que para nosotros es siempre el último) con serenidad y esperanza, sin dejarnos llevar por los mensajes tremendistas a los que los seres humanos somos tan aficionados. La historia no se le escapa a Dios de las manos.

Hoy celebramos la III Jornada Mundial de los Pobres. El papa Francisco la ilumina con el mensaje La esperanza de los pobres nunca se frustrará



sábado, 16 de noviembre de 2019

Saltan las alarmas

El próximo mes de enero tengo que viajar a Chile durante un par de semanas. Algunos amigos me han dicho que es muy arriesgado viajar a ese país austral en las actuales circunstancias. Las protestas se han generalizado y no se sabe cuánto durarán. Aunque, en general, han sido pacíficas, no han faltado los actos de violencia y vandalismo, incluyendo la profanación y quema de iglesias al grito de “La iglesia que más ilumina es la iglesia que arde”. Ha habido también –y esto es, sin duda, lo más grave– varios muertos. Lo que está pasando en Chile no es un hecho aislado. Situaciones parecidas –aunque por motivos muy diversos– se viven en Bolivia, Colombia, Venezuela, Haití, Nicaragua, Francia (“chalecos amarillos”), España (manifestaciones y revueltas en Cataluña), Reino Unido (manifestaciones contra el Brexit), Hong Kong, LíbanoEs como si de repente se hubiera abierto la caja de Pandora con la ayuda inestimable de las redes sociales como nuevos instrumentos de animación y coordinación.

Se han encendido demasiadas luces rojas en varios lugares del mundo casi simultáneamente. Han saltado las alarmas. Es probable que a muchos les hayan sorprendido estas coincidencias o que las interpreten como una especie de conspiración mundial. Para quienes investigan los movimientos sociales, no ha habido demasiadas sorpresas. Tarde o temprano tenía que producirse un estallido de este tipo. La crisis de 2008 ha significado en muchos lugares una reducción significativa de la clase media, un aumento considerable de los pobres y, por paradójico que resulte, también de los supermillonarios. Las medidas cosméticas solo han servido para maquillar un poco la situación, pero no para resolverla. Por otra parte, algunos regímenes totalitarios mantienen a la población subyugada. ¿Cuánto tiempo puede resistir una sociedad sin levantar la voz?

La emergencia social va acompañada por un gran descrédito de las instituciones y, de manera particular, de los partidos políticos, que no han sabido interpretar las demandas sociales y darles curso. No es nada extraño que, además de estas grandes protestas populares, hayan crecido los partidos populistas de extrema derecha y que mucha gente los haya votado en países tan distintos como Brasil, Italia, Francia, Alemania o España. Canalizan la indignación de quienes no ven que los partidos tradicionales ofrezcan alternativas eficaces a los problemas que vivimos, por más que las soluciones que ellos (estos nuevos partidos radicales) proponen sean en muchos casos simplistas, xenófobas o simplemente irrealizables.

En este contexto, desde el principio de su pontificado, el papa Francisco ha levantado su voz contra un sistema neoliberal que crea riqueza pero deja fuera a sectores cada vez mayores de la sociedad. Algunas de sus palabras han pasado a formar parte del vocabulario común: descarte, en salida, primerear… Es verdad que ha sido acusado de peronista, comunista, populista y otras lindezas. Quizás algunas de sus intervenciones han tenido ese tono, pero el fondo de la cuestión es muy claro y su motivación todavía más. Mientras no haya una justa distribución de la riqueza, mientras no se combata a cara descubierta la injustica sistémica, mientras los ciudadanos no sean más respetados y escuchados, primero habrá revueltas (a modo de fumarolas que alivian un poco la energía reprimida de este inmenso volcán que es nuestra sociedad), pero puede venir luego una etapa de estallidos abiertos y aun de confrontaciones bélicas. Las alarmas han saltado. ¿Seremos capaces de interpretar las causas de lo que está sucediendo (no solo los síntomas) y de reaccionar a tiempo? ¿O nos limitaremos a creer ingenuamente que el temporal pasará y que pronto vendrá la calma?

No le corresponde a la Iglesia proporcionar las soluciones técnicas (políticas y económicas) a esta emergencia mundial, pero sí ofrecer un horizonte de sentido, denunciar las causas que generan la desigualdad y estar muy cerca de quienes más padecen las consecuencias de un sistema injusto. Es verdad que la voz y los gestos del papa Francisco son valientes, nítidos y constantes, pero es igualmente verdad que muchos sectores de la Iglesia –empezando por algunos eclesiásticos de renombre– no acaban de secundarla por diversos motivos. Temen que la Iglesia se escore demasiado hacia la izquierda o que sea manipulada por algunos movimientos sociales y partidos políticos. No dudo de que sea necesario introducir muchos matices de acuerdo a la particular situación de cada país, pero me parece que la orientación general es clara. 

Debemos caminar hacia un tipo de sociedad más sostenible, justa y democrática. Muchas de las instituciones que nacieron en los siglos XIX y XX (incluida la ONU) necesitan una urgente renovación. El mundo del siglo XXI es muy distinto del que surgió tras la Segunda Guerra Mundial. Si no hay un fuerte compromiso institucional por liderar el cambio social, por abrir nuevos cauces de participación ciudadana, las alarmas de hoy se convertirán en prolegómenos de un planeta insostenible. Quienes creemos en Jesús sabemos que él vino a hacer “todo nuevo”, no nos conformamos con el sistema presente, aspiramos a construir un mundo más fraterno que sea reflejo del Dios Padre en quien creemos. A Jesús le costó la vida luchar por este “mundo nuevo”. Sus seguidores no correremos mejor suerte si nos tomamos las cosas en serio. 

Hoy precisamente se cumplen 30 años del asesinato de los llamados “mártires de la UCA” en San Salvador. Con el paso del tiempo comprendemos mejor la fuerza de su testimonio profético en tiempos tan convulsos como los que vivió hace décadas El Salvador. Su lucidez y valentía son un estímulo para los cristianos de hoy.




viernes, 15 de noviembre de 2019

Quiero que tú vivas

El lunes pasado me permití el lujo doméstico de cocinar un buen guiso de níscalos (o amízqueles, como se dice en mi tierra). Me los regaló un primo mío. Yo no tuve tiempo de cogerlos en el bosque. Siguiendo las instrucciones de mi madre, los lavé bien con agua, los troceé con los dedos (no con un cuchillo) y los eché en una cazuela de diámetro generoso. Añadí aceite de oliva, sal, ajo picado, algunos trozos menuditos de jamón y un chorrito de vino blanco. Dejé que el guiso se fuera haciendo a fuego lento. El resultado fue deliciosamente otoñal. Como es un plato que nunca pruebo en Roma, lo saboreé con gusto, casi como si fuera un viaje sentimental a mis años de infancia. No soy cocinero, ni siquiera aficionado, pero eso no significa que no me guste de vez en cuando meter las manos en la masa. Preparando el guiso de níscalos, comprendí mejor que comer bien es una obra de arte. Y volví a recordar lo que el monje italiano Enzo Bianchi dice en su libro sobre “teología de la cocina”. Él cree que todos debemos aprender a cocinar, que esta es una destreza básica, igual que leer o escribir, porque quien aprende a cocinar aprende a amar. Preparar con cariño la comida a otra persona significa transmitirle este mensaje: “Te amo; quiero que vivas; por eso, te doy de comer”. En el fondo, toda comida es un antídoto contra la muerte. Quizás por eso las madres tienen tanto interés en que sus hijos coman bien y se esfuerzan en prepararles los platos que más les gustan.

Hoy estamos viviendo tiempos de eclosión gastronómica. Por todas partes hay programas televisivos dedicados a la cocina, concursos Masterchef, jornadas de degustación de innumerables productos y menús, premios en forma de estrellas Michelin u otros símbolos, promoción de restaurantes de lujo o de establecimientos originales, etc. Es como si el arte de comer –unido quizá a una forma contemporánea de gula– fuera una manera refinada de paliar el vacío existencial que padecemos. No sabemos de dónde venimos y a dónde vamos, pero por lo menos podemos hacer más llevadero el camino sentados a una mesa bien surtida. Por otra parte, comer juntos ayuda a derrotar el dragón del individualismo que tanto está minando nuestra vida social. En torno a una mesa aprendemos a conocernos, hablamos con más desenvoltura, disfrutamos del placer de la amistad. Hay cocineros que hacen de la restauración un fin en sí mismo, orgullosos de elaborar platos sofisticados y carísimos al servicio de gentes con cartera abultada. Hay otros que unen a su creatividad culinaria una gran preocupación social, como si hubieran hecho suyas las palabras de Jesús: “Dadles vosotros de comer” (Lc 9,13). Dedican parte de su saber hacer y de sus recursos a proporcionar comida sana a quien no dispone de medios para procurársela.

No puedo hablar de comida sin pensar en la Eucaristía, el gran convite que Jesús nos dejó como signo de su presencia entre nosotros y como instrumento para hacer de todas las personas comensales en el banquete de Reino. Si tomáramos en serio su significado, no podríamos seguir celebrándola como un rito anodino, individualista y rutinario. Comer a Jesús significa hacerse uno con él y con todos los que formamos su cuerpo. No hay comida más anti-individualista que la Eucaristía. Por eso, es hermoso cuando las comunidades y parroquias hacen un esfuerzo por subrayar la dimensión comunitaria del sacramento frente a la tentación de reducirlo a un asunto privado entre Jesús y cada uno de nosotros. Hace años, de una persona católica a machamartillo, se decía que era “de comunión diaria”. ¡Ojalá pudiera seguir diciéndose hoy si la “comunión diaria” implica no solo el rito de recibir el pan, sino el compromiso de ser diariamente pan para los demás y con los demás! ¿De qué sirve recibir cada día la comunión si seguimos siendo individualistas e insolidarios? A veces, cocinar un guiso de níscalos pone en marcha algunas neuronas que permiten entender mejor ciertos rincones de la vida cotidiana. ¡Que aproveche!

jueves, 14 de noviembre de 2019

Los signos de los tiempos

Llueve con furia a esta primera hora de la mañana. Lo habían anunciado.  Es probable que, a medida que avance el día, la lluvia se transforme en nieve. Al menos, eso es lo que han dicho con respecto a los lugares que se encuentran a más de 800 metros de altura. Hoy sabemos con varios días de antelación qué tiempo va a hacer. Los informativos dedican mucho espacio a informar sobre borrascas, anticiclones, isobaras, etc. Todos nos hemos convertido en meteorólogos aficionados. El tiempo es un asunto que sigue interesando, y no solo en el Reino Unido, donde –dada la variabilidad de su meteorología– es un tema recurrente en las conversaciones diarias. 

Pienso en las palabras de Jesús: “Cuando veis subir una nube por el poniente, decís en seguida: “Chaparrón tenemos”, y así sucede. Cuando sopla el sur decís: “Va a hacer bochorno”, y lo hace. Hipócritas: si sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente?” (Lc 12,54-56). La crítica sigue alcanzándonos. Sabemos predecir el tiempo que va a hacer. Nos cuesta más interpretar lo que está pasando en nuestro mundo. Nos hemos vuelto casi insensibles a los “signos de Dios” en el tiempo presente. Estamos ante la primera generación incrédula de la historia.

Sabemos interpretar el tiempo meteorológico, pero no la historia. Lo compruebo estos días a propósito de lo que está pasando en Chile, Bolivia y España. Tomo como botón de muestra lo sucedido en el país andino. Recibo audios y mensajes de WhatsApp contradictorios. Para unos –los partidarios de Evo Morales– lo de Bolivia ha sido un claro golpe de estado organizado “por el imperio” (léase Estados Unidos) en connivencia con las élites derechistas y racistas del país. Para otros –contrarios al caudillismo de Evo Morales– ha sido la reacción airada de un pueblo –y de unas fuerzas armadas– hartos de la deriva autoritaria de su presidente y del fraude electoral en los recientes comicios. La polémica está servida. Es casi imposible distinguir entre hechos objetivos e interpretaciones ideológicas. Cada bando encuentra argumentos contundentes para rebatir al contrario. 

Algo parecido está sucediendo en España en relación con Cataluña. Para algunos, el movimiento independentista es una flagrante alteración del orden constitucional; para otros, la expresión libre y cívica (aunque cada vez menos) de un pueblo que lucha por el derecho a su autodeterminación. Posiciones encontradas se han dado después de que Pedro Sánchez y Pablo Iglesias hayan firmado un preacuerdo de investidura y de gobierno. Para algunos, se trata de una solución que busca la gobernabilidad del país asegurando un gobierno “progresista” (nótese con cuánto énfasis se acentúa este equívoco adjetivo en el texto firmado); para otros, es un malabarismo más de un presidente que ha perdido toda credibilidad y que es capaz de cualquier contradicción con tal de mantenerse en el poder.

Es muy difícil interpretar los “signos de los tiempos”. Cada uno de nosotros vemos la realidad con las gafas de nuestras experiencias, expectativas, temores e intereses. Nos cuesta acercarnos a los hechos desnudos, quizá porque no existe una desnudez pura. Todo acontecimiento está revestido de interpretación. Solo en el contraste honrado entre varias interpretaciones podemos acercarnos a los hechos. Si esto sucede con acontecimientos de los cuales somos protagonistas en mayor o menor medida, ¿qué no sucederá con lo relativo a Dios? En este campo, se da una paradójica situación: los más expertos suelen ser los que peor perciben los signos de los tiempos de Dios, mientras que los más sencillos tienen como un radar especial para detectar el paso de Dios por nuestra vida. 

También Jesús nos ha dejado una pista clara: Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla(Mt 11,25)Personalmente, soy muy aficionado a leer libros y periódicos (impresos o digitales) que me ofrezcan claves de interpretación de lo que nos está pasando, pero me fío más del “sexto sentido” de los pequeños porque, en definitiva, a través de su sencillez, el Espíritu Santo nos está ofreciendo la luz que necesitamos para discernir los signos de los tiempos. ¡Lástima que una cultura demasiado racionalista desprecie esta sabiduría y no sepa acoger su clarividencia y profundidad! No nos extrañemos, entonces, de que mucha gente se sienta confusa, perdida, deprimida y enojada.