sábado, 3 de diciembre de 2016

¿De qué aprovecha?

Este sábado ha amanecido nublado y frío, como corresponde al final del otoño romano. Hoy celebramos la fiesta de san Francisco Javier, co-patrón de Navarra. Murió tal día como hoy, 3 de diciembre, del año 1552, en la isla de Sanchón, a las puertas de China. Tenía 46 años. De su apasionante vida, quiero fijarme solo en una etapa: los once años que vivió en París siendo joven. Estoy convencido de que las vidas de los santos son el mejor comentario al Evangelio. Lo que voy a contar, sirviéndome de la página web de Javier, gira en torno a un solo versículo del evangelio de Mateo. Es un versículo que cambió la vida de Francisco Javier y que ha cambiado la vida de otras muchas personas, incluyendo la de san Antonio María Claret, cuando se encontraba trabajando y estudiando en Barcelona. Os invito a entrar en la historia como cuando de niños escuchábamos un cuento de boca de nuestros padres. Podríamos comenzar así:


“Había una vez un joven que se llamaba Javier. El capellán del castillo familiar le había dado lecciones de gramática y latín. Más tarde, asistiría a otras clases en Sangüesa, donde su familia tenía una casa, y en Pamplona. Con 19 años estaba preparado para la universidad. Soñaba con ser un sabio y ganar mucho dinero para rehabilitar a su familia. Era de buena estatura y esbelto. Su hermoso rostro irradiaba inocencia. Siempre alegre, jovial y afable. Un día de 1525, acompañado de un sirviente, pasó a caballo los Pirineos, camino de París. Iba a estudiar en La Sorbona. En la célebre universidad francesa bullían tres o cuatro mil estudiantes de todas las partes del mundo, incluso árabes y persas. Vivían repartidos en cincuenta colegios mayores, en las estrechas, húmedas y malolientes calles del barrio latino, a orillas del río Sena. Esos colegios formaban la universidad. Eran autónomos, con su propio claustro de profesores. 




Javier vivía en el Colegio de Santa Bárbara, que estaba bajo la protección del rey de Portugal. Dejó el traje de gentilhombre y se vistió de universitario. Profesores y alumnos se levantaban a las cuatro de la mañana. Un estudiante, campanilla en mano, recorría los dormitorios. Después de rezar las oraciones, iban a las salas de estudio, a la incierta luz de las candelas. La primera clase empezaba a las cinco. Todos se sentaban en el suelo, que estaba cubierto de paja en invierno, y de fresco heno en verano. A continuación, misa y desayuno. A los estudiantes más jóvenes se les daba un panecillo y agua para desayunar, y medio arenque y un huevo para comer. Los mayores recibían un arenque y dos huevos, un poco de vino y un guisado de verduras con algo de queso. Entre las ocho y las diez era la clase principal, seguida de una hora de ejercicios. A las once, comida de profesores y estudiantes en el mismo comedor. Se leía la Biblia o vidas de santos; luego, recreo. De tres a cinco, la clase de la tarde. La cena era a las seis, seguida de un resumen de los estudios del día. Luego venían las oraciones de la noche. Y a las nueve, toque de silencio. Dormían en jergones de paja. 


Los días de vacación, martes y jueves, iban a la isla del Sena a hacer deportes. Javier era de los campeones. Todos los profesores llevaban bastón para castigar a los estudiantes. Esto suscitó a veces rebeliones. Entre los jóvenes había un estudiante llamado Pedro Fabro. Había sido pastor de ovejas en las montañas de los Alpes. Era un joven angelical. A los doce años había hecho voto de castidad. Javier tuvo la inmensa suerte de hospedarse en la misma habitación de Fabro. Este libró a su impulsivo amigo de graves peligros. Porque Javier se escapaba de noche, con otros compañeros, en busca de aventuras. Un día llegó a París un hombre algo pequeño, que cojeaba un poco. Llevaba un borriquillo lleno de libros y papeles. Algo especial irradiaba de su persona. Tenía una simpatía irresistible. Había escrito en Manresa, el libro de los Ejercicios Espirituales, que ejercería en el mundo una profunda influencia religiosa. Se llamaba Ignacio de Loyola

Residía en un hospital y vivía de limosnas. Las reuniones piadosas que organizaba produjeron tumultuosas protestas, aun por parte de los profesores. En una ocasión casi lo azotan públicamente. Entonces se limitó al cultivo espiritual de pocos y escogidos. Consiguió, al empezar sus estudios de filosofía, ocupar la misma habitación de Fabro y Javier, que ya estaban a punto de terminar la carrera. Javier recibió con hostilidad a Ignacio, recordando que había luchado contra sus hermanos. Ignacio pronto se ganó a Fabro, que le repetía las lecciones oídas en las clases. Este se entusiasmó con la idea de ir a Jerusalén y consagrarse allí a la salvación de las almas. De sus limosnas daba a Javier lo que necesitaba, ya que sus hermanos no querían mandarle más dinero. “No hagáis tal –les había dicho su hermana Magdalena– porque tengo entendido que Javier será un gran siervo de Dios y columna de la Iglesia”. 

Cuando Javier obtuvo brillantemente una cátedra, Ignacio le buscó muchos y buenos alumnos. Ignacio comprendió que, si ganaba a Javier, ganaría medio mundo para Cristo. Por eso empezó a decirle las palabras del evangelio: “¿De qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?”. Javier le escuchaba con disgusto. Pero Ignacio le repetía machaconamente lo mismo, hasta que un día se rindió: “¿Qué quieres que haga?”, preguntó Javier. “Quiero que hagas los Ejercicios Espirituales”, respondió Ignacio. Los hizo durante cuarenta días, bajo la dirección de Ignacio. Entre sus grandes penitencias se pasó cuatro días sin comer... Salió de los Ejercicios convertido en un volcán de amor a Cristo”.

Hasta aquí la película de París. Lo que vino después –la increíble aventura misionera en Oriente– no es más que una consecuencia. ¿Será verdad que la Palabra de Dios puede cambiar la vida de una persona, incluso cuando ya la tiene encaminada? No hay argumento más convincente que una vida entregada.



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