viernes, 2 de diciembre de 2016

Creer es hermoso

Ayer leí que el cristianismo se tambalea en Alemania. Algo semejante está ocurriendo en otros países de Europa. Ante este panorama, que se puede comprobar sin necesidad de muchos estudios estadísticos, más de uno estaría tentado de decir: “El último, que apague la luz”. Iglesias transformadas en centros comerciales, parroquias suprimidas, disminución de sacerdotes, práctica sacramental en declive, apostasías silenciosas, jóvenes alejados… En algunos países de Europa hay una correlación clara entre el menguante número de cristianos y el aumento de musulmanes. Caminamos hacia sociedades multirreligiosas en las que será preciso aprender a vivir la fe cristiana de otro modo: en minoría, en diálogo, respeto mutuo y colaboración. Las estadísticas que hablan de disminución parecen claras, ¿pero bastan para interpretar el presente y, sobre todo, para pronosticar el futuro? ¿Debemos limitarnos a aceptar los hechos con resignación? ¿Se trata de uno de esos “signos de los tiempos” contra los que no se puede hacer nada?

En mi entorno observo algunas actitudes de personas inteligentes y buenas que me desconciertan un poco por su parcialidad. Piensan que, después de todo, no es tan importante creer o no en Dios, que lo que cuenta es ser una persona honrada, preocuparse por el bien común y servir a los pobres. Aducen argumentos históricos y hasta bíblicos. Lo de Dios, al fin y al cabo, puede ser solo una página de la historia –hermosa en algunos casos, lamentable en otros– que está a punto de pasar. Me duele que el ángel malo se disfrace de ángel de luz porque entonces la confusión es total: estamos perdidos.  No hay peor mal que el autoengaño con argumentos que parecen impecables. Ya hace años me compré un sacapuntas con esta inscripción atribuida a Woody Allen: “Dio è morto, Marx è deceduto ed io mi sento molto stanco” (Dios ha muerto, Marx ha fallecido y yo me siento muy cansado). ¡Pues eso!

No he notado actitudes semejantes –tan derrotistas y nihilistas fuera de Europa. Desde luego no las he observado ni en África ni en Asia. Quizá un poco en algunos lugares de América. Es como si este viejo continente en el que he nacido se hubiera cansado de creer, como si le pesara demasiado su propia historia y, al menos por un tiempo, quisiera verse libre de ella, navegar a la deriva. A la falta de fe le sigue irremediablemente la falta de esperanza. El signo más elocuente es el envejecimiento progresivo. Una sociedad que renuncia a tener niños (las razones que se esgrimen son de muy diverso género: económicas, psicológicas, ambientales, etc.) está diciendo con el lenguaje contundente de los hechos que no tiene confianza en el futuro, que prefiere disfrutar del presente hasta que llegue el fin. 

Una reciente película británica –Me Before You– es un botón de muestra. Un joven brillante de familia rica queda paralítico tras un accidente de tráfico. A pesar de todos los intentos por parte de sus padres y de la cuidadora que lo atiende por mantenerlo vivo, él decide trasladarse a Suiza para poner fin a su vida “legalmente” en una clínica especializada en suicidios asistidos. Las cosas se presentan de tal manera que el espectador, inicialmente en contra de esta solución drástica, acaba convencido de que el suicidio es lo mejor que podía hacer, lo más razonable y digno. Me parece que algo parecido le está pasando a nuestro continente: un suicidio a cámara lenta con el envoltorio de la autosuficiencia y la dignidad, una pérdida de vigor intelectual y moral,  una falta de entusiasmo por la vida. Cargo un poco las tintas para que el dibujo sea nítido. Algunos de mis compañeros me tildan de pesimista, pero no puedo cerrar los ojos a lo que me parece cada vez más claro. Esto no significa que no vea signos de vida, pero necesitan ser cultivados.

¿Se puede creer en un contexto así? ¡Claro que se puede! ¿Quedan todavía espacios respirables? ¡Claro que quedan! ¿Hay personas que están redescubriendo el valor de la fe? ¡Claro que las hay! Estamos viviendo un desierto de profunda purificación. Se nos ofrece un nuevo futuro, pero para ello es necesario que la fe vuelva a percibirse como una experiencia de belleza casi irresistible, no como un feo residuo del pasado. Como una forma de vida dilatada, no como realidad mortecina y castradora. Jesús nos ha dicho: “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). Como un oasis de confianza en medio de un desierto de programación y de temor. Jesús nos ha dicho: “No tengáis miedo, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). Y, sobre todo, como una vida de amor en medio de tanta soledad y abandono: En esto conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis los unos a los otros” (Jn 13,35).

Os dejo con un vídeo en el que la voz candorosa y enérgica de una niña nos ayuda a redescubrir la belleza de creer


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