miércoles, 7 de diciembre de 2016

Venid e id (o vengan y vayan)

Esta mañana, al filo de las 6, cuando hacía el ejercicio diario de lectio divina, me he encontrado con uno de los textos evangélicos que más me gustan. Jesús nos invita a todos a acercarnos a él: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré” (Mt 11,28). Ese venid –que tiene un eco en el evangelio de Juan: “Venid y ved” (Jn 1,39)– es, en realidad, el primer movimiento de un itinerario que comienza con la invitación que Jesús nos hace a estar con él (venid), pero que enseguida se transforma en mandato misionero (id). De hecho, el evangelio de Mateo se cierra con este envío: “Id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mt 28,19). Hace varias décadas, el obispo norteamericano Fulton Sheen (ver biografía más amplia en inglés) decía que la dinámica del evangelio podría resumirse en estos dos imperativos: venid e id. O –dado que muchos lectores de este blog son latinoamericanos– vengan y vayan. En realidad, esta dinámica reproduce el movimiento respiratorio (inhalación y exhalación) y también el movimiento del corazón (sístole y diástole). Si queremos respirar de verdad y si queremos amar en serio, necesitamos continuamente acercarnos a Jesús y ser enviados por él. Así es como la vida cobra sentido y ritmo.

Jesús nos invita, en primer lugar, a ir a él (venid). En el texto de Mateo precisa más: “Venid los que estáis cansados y agobiados”. Este cansancio y agobio reviste hoy muchas formas. Para algunos se trata de una experiencia de estrés que los lleva a estar quemados. Para otros, el agobio no se refiere tanto a la avalancha de ocupaciones y responsabilidades cuanto a la falta de sentido. Han perdido las motivaciones. No saben por qué hacen las cosas. Funcionan con el piloto automático. En otros casos el cansancio viene provocado por el tipo de sociedad invasiva en la que vivimos. No hay que excluir que, como en los tiempos de Jesús, algunos se sientan también cansados por una religiosidad agobiante, vivida como una carga más que como un camino de libertad y felicidad. Jesús no nos sugiere que hagamos un curso de mindfulness –como yo hice en el post de ayer– sino que nos invita a estar con él, a disfrutar del poder transformador y reparador de su presencia. Y también “a cargar con su yugo suave y su carga llevadera”, que no es sino una manera metafórica de referirse al amor. La sola carga que Jesús nos propone es la del amor. Estando con él, casi sin darnos cuenta, vamos aprendiendo en qué consiste “el arte de amar”.

Pero no se trata de “hacer tres tiendas” –como proponía Pedro en la cumbre del Tabor– para quedarnos siempre en una especie de nido confortable.  Jesús ha venido para que tengamos vida. Por eso, enseguida nos lanza: “Id y anunciad”. Quienes solo buscan el propio bienestar acaban deprimidos. Es como vivir en una cárcel, aunque sea cómoda. La dinámica del amor es siempre expansiva. Jesús nos invita a salir a la calle, a compartir la experiencia con otros, a poner un poco de aceite y vino en las heridas de muchas personas afligidas. El papa Francisco lleva años hablando de una Iglesia “en salida” que a veces se accidenta en las carreteras del mundo pero que, al menos, no se vuelve neurótica por quedarse encerrada en las cuatro paredes de la sacristía. Estos verbos (ir, salir, anunciar) no son verbos proselitistas. No salimos para ofrecer un producto como si fuéramos vendedores de alfombras o lavadoras. Ni tampoco como “testigos de Jehová” que quieren hacernos ver lo malísima que es la Iglesia católica y lo bueno que sería pertenecer al grupo de los 144.000 salvados después de leer la revista Atalaya. Salir significa, sobre todo, compartir una experiencia, ayudar a tomar conciencia del Espíritu que ya está actuando en el corazón de cada hombre y mujer.

No hay que romperse la cabeza. Todo es bastante sencillo: Venid e id. O –dicho con la dulzura latinoamericana, que suena más persuasiva que imperativa– vengan y vayan. Feliz día a todos en la memoria de san Ambrosio, un santo que prolonga su influjo a lo largo de los siglos, sobre todo en la iglesia de Milán.

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