sábado, 2 de enero de 2021

Un alma en dos cuerpos

Pasada la octava de Navidad, empezado el nuevo año civil, poco a poco volvemos a la normalidad, aunque el ciclo natalicio no terminará hasta el domingo 10 con la fiesta del Bautismo del Señor. Entre los santos que se celebran durante este tiempo, hoy les toca el turno a Basilio el Grande (330-379) (padre del monaquismo oriental) y Gregorio Nacianceno (329-389) (poeta y teólogo). Ambos fueron teólogos y obispos: Basilio de Cesarea de Capadocia y Gregorio de Constantinopla. Forman parte de los llamados “padres griegos”, junto a san Atanasio y san Juan Crisóstomo. Ambos fueron declarados doctores de la Iglesia por san Pío V en 1568. Su historia es fascinante. En los enlaces anteriores se pueden encontrar los datos principales. 

De todos modos, hoy quiero fijarme no tanto en sus posiciones teológicas o en sus trabajos pastorales, sino en su profunda amistad. Al final de la entrada, reproduzco un fragmento de uno de los sermones pronunciados por Gregorio en memoria de su amigo Basilio, que falleció diez años antes que él. Se propone hoy en el Oficio de lecturas de la Liturgia de las Horas. Merece la pena meditarlo. De él extraigo la frase que da título a la entrada de hoy: “Parecía que teníamos una misma alma que sustentaba dos cuerpos”.

No sé si los tiempos actuales son buenos para la amistad. Es verdad que las redes sociales han multiplicado la posibilidad de conocer a muchas personas. Es verdad también que algunas redes por ejemplo, Facebook aplican la categoría “amigos” (friends) a cuantos forman parte de nuestro grupo de conocidos, pero tengo la impresión de que, en conjunto, la amistad auténtica no abunda; al menos, la amistad como la entendían Basilio y Gregorio. A menudo, se busca en los amigos ese complemento afectivo que necesitamos para no sentirnos solos, las personas que nos aceptan como somos sin someternos a un continuo escrutinio moral. En el contexto de individualismo que hoy vivimos, un amigo casi parece más una “necesidad” del yo solitario que un verdadero “don”, un asidero en la dificultad que un compañero de camino hacia una meta compartida. ¿Se podría decir de algunos de nuestros amigos que somos como un alma sola en dos cuerpos? ¿No se trata de una expresión exagerada, que no hace justicia a lo que experimentamos en la mayor parte de los casos? Ya Aristóteles distinguía con claridad entre la amistad por placer, por utilidad y la amistad verdadera. La vida nos va enseñando a hacer también esta sutil diferencia.

Internet está lleno de aforismos sobre la amistad. Espigo algunos que me resultan iluminadores: “Un amigo es la persona que sabe todo de ti y aún le gustas” (Elbert Hubbard); “Un amigo es alguien que conoce la canción de tu corazón y puede cantarla cuando a ti ya se te ha olvidado la letra” (C.S. Lewis); “Un verdadero amigo es aquel que llega cuando todos se han ido” (Albert Camus); “En realidad, el único momento de la vida en que me siento ser yo mismo es cuando estoy con mis amigos” (Gabriel García Márquez); “Mi mejor amigo es el que saca lo mejor de mí mismo” (Henry Ford); “Mi patria son los amigos” (Alfredo Bryce Echenique); “Vamos, amigo, recordemos que los ricos tienen camareros y no amigos” (Ezra Pound); “La verdadera amistad es como la fosforescencia, resplandece mejor cuando todo se ha oscurecido” (Rabindranath Tagore). Termino con una aguda observación de Zygmunt Bauman, el de la “sociedad líquida”: “Un Facebook-dependiente me dijo: He hecho 500 amistades y en un día: yo no las he hecho en 86 años. Pero ¿cuántos amigos puede realmente tener un ser humano? Respuesta: 150. No más. Este es el número de Dunbar: es decir, la cantidad máxima de personas que pueden formar parte de nuestro paisaje emocional. Ir más allá sería una excedencia, un derroche de tiempo”.

Todas las frases anteriores y otras muchas del mismo tenor me pueden resultar ingeniosas, sabias, alentadoras, pero en ninguna encuentro la profundidad que destilan las reflexiones de Gregorio sobre su amistad con Basilio. Creo que la razón es muy sencilla: la belleza de la amistad está en relación directa con la meta que se persigue juntos. Podemos ser amigos que hablan de fútbol, comparten ciertas ideas políticas o pertenecen a la misma generación. En el caso de Basilio y Gregorio hay algo más: “Tratábamos de dirigir nuestra vida y todas nuestras acciones, dóciles a la dirección del mandato divino, acuciándonos mutuamente en el empeño por la virtud”. ¿Hay mejor amistad que la que no se limita a cubrir una carencia afectiva, sino que nos impulsa a ser virtuosos? 

A Kant o a algún otro pensador famoso se le atribuye una cínica frase que transcribo de memoria: “Hay algo en la desgracia de nuestro mejor amigo que no nos desagrada del todo”. Es una forma de referirse a las envidias y celos que a veces pueden incrustarse en las relaciones de amistad. A este respecto, Gregorio es muy claro: “Nos movía un mismo deseo de saber, actitud que suele ocasionar profundas envidias, y, sin embargo, carecíamos de envidia; en cambio, teníamos en gran aprecio la emulación”. 

¡Cómo cambia la vida personal cuando Dios nos concede algunos amigos de esta categoría! Creo que constituyen una rara avis en el horizonte cultural de nuestro tiempo, pero sé por experiencia que existen. ¡Ojalá pudiéramos decir con Gregorio: “Para nosotros era maravilloso ser cristianos, y glorioso recibir este nombre”!
 

DE LOS SERMONES DE SAN GREGORIO NACIANCENO, OBISPO

(Sermón 43, en alabanza de Basilio Magno)

Nos habíamos encontrado en Atenas, como la corriente de un mismo río que, desde el manantial patrio, nos había dispersado por las diversas regiones, arrastrados por el afán de aprender, y que, de nuevo, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, volvió a unirnos, sin duda porque así lo dispuso Dios.

En aquellas circunstancias, no me contentaba yo sólo con venerar y seguir a mi gran amigo Basilio, al advertir en él la gravedad de sus costumbres y la madurez y seriedad de sus palabras, sino que trataba de persuadir a los demás, que todavía no lo conocían, a que le tuviesen esta misma admiración. En seguida empezó a ser tenido en gran estima por quienes conocían su fama y lo habían oído.

En consecuencia, ¿qué sucedió? Que fue casi el único, entre todos los estudiantes que se encontraban en Atenas, que sobrepasaba el nivel común, y el único que había conseguido un honor mayor que el que parece corresponder a un principiante. Este fue el preludio de nuestra amistad; ésta la chispa de nuestra intimidad, así fue como el mutuo amor prendió en nosotros.

Con el paso del tiempo, nos confesamos mutuamente nuestras ilusiones y que nuestro más profundo deseo era alcanzar la filosofía, y, ya para entonces, éramos el uno para el otro todo lo compañeros y amigos que nos era posible ser, de acuerdo siempre, aspirando a idénticos bienes y cultivando cada día más ferviente y más íntimamente nuestro recíproco deseo.

Nos movía un mismo deseo de saber, actitud que suele ocasionar profundas envidias, y, sin embargo, carecíamos de envidia; en cambio, teníamos en gran aprecio la emulación. Contendíamos entre nosotros, no para ver quién era el primero, sino para averiguar quién cedía al otro la primacía; cada uno de nosotros consideraba la gloria del otro como propia.

Parecía que teníamos una misma alma que sustentaba dos cuerpos. Y, si no hay que dar crédito en absoluto a quienes dicen que todo se encuentra en todas las cosas, a nosotros hay que hacernos caso si decimos que cada uno se encontraba en el otro y junto al otro.

Una sola tarea y afán había para ambos, y era la virtud, así como vivir para las esperanzas futuras de tal modo que, aun antes de haber partido de esta vida, pudiese decirse que habíamos emigrado ya de ella. Ése fue el ideal que nos propusimos, y así tratábamos de dirigir nuestra vida y todas nuestras acciones, dóciles a la dirección del mandato divino, acuciándonos mutuamente en el empeño por la virtud; y, a no ser que decir esto vaya a parecer arrogante en exceso, éramos el uno para el otro la norma y regla con la que se discierne lo recto de lo torcido.

Y, así como otros tienen sobrenombres, o bien recibidos de sus padres, o bien suyos propios, o sea, adquiridos con los esfuerzos y orientación de su misma vida, para nosotros era maravilloso ser cristianos, y glorioso recibir este nombre.


Hoy es un buen día para recordar uno de mis temas musicales favoritos: You've got a friend, al que le dediqué una entrada hace casi cinco años. 



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