miércoles, 6 de enero de 2021

Quien busca encuentra

En bastantes países (entre ellos España e Italia) celebramos hoy la solemnidad de la Epifanía del Señor. En otros se celebró ya el pasado domingo. Aunque litúrgicamente hablamos de “epifanía” (manifestación), popularmente la fiesta de hoy es conocida como los Reyes Magos. Desde antiguo los tres magos a los que se refiere el Evangelio (cf. Mt 2,1-12) suscitaron mucho interés. Los poquísimos datos ofrecidos por Mateo −el único evangelista que los menciona− no eran suficientes para satisfacer la curiosidad acerca de cómo se llamaban, de dónde venían, etc. Por eso parafraseo ahora a nuestro amigo Fernando Armellinisurgieron muchas leyendas (no historias) para responder a estas preguntas. 

Se ha dicho que eran “reyes” (el texto habla solo de “magos”), que eran tres, que provenían uno de África, otro de Asia y el otro de Europa y que eran uno negro, otro amarillo y el otro blanco. Guiados por la estrella, se habrían encontrado en un mismo lugar y de allí habrían recorrido juntos el último tramo de camino hasta Belén. Sus nombres nos resultan muy familiares: Melchor (anciano de pelo cano y barba blanca), Gaspar (hombre maduro y de tupida barba) y Baltasar (joven imberbe y de color). Eran claramente los símbolos de las tres edades de la vida. Para el viaje se sirvieron de camellos y dromedarios. Después de regresar a casa, cuando ya habían llegado a la venerable edad de 120 años, un día volvieron a ver la estrella, se pusieron en camino y se reencontraron de nuevo en una ciudad de la Anatolia (centro de Turquía) para celebrar la misa de Navidad. Aquel mismo día murieron llenos de gozo. Sus restos mortales fueron llevados, primero a Constantinopla, después a Milán hasta el año 1162 cuando fueron trasladados a la catedral de Colonia en Alemania. ¡No me digáis que no son hermosas estas leyendas que hemos aprendido desde niños, por más que no tengan ninguna consistencia histórica!

Y, sin embargo, el mensaje del Evangelio de Mateo va en otra dirección no menos atractiva y más real que las leyendas. Me he referido a este mensaje desde diversas perspectivas a lo largo de los últimos años: La estrella es Jesús (2017), Se llenaron de inmensa alegría (2018), Epifanía es nombre de mujer (2019). El año pasado regresé a una perspectiva similar a la de 2017: Jesús es la estrella (2020). No es necesario, pues, repetir lo que ya he compartido hace tiempo. 

Regresemos al Evangelio de Mateo que hoy escucharemos. ¿De qué se da cuenta el evangelista Mateo cuando escribe su Evangelio en la década de los 80? Constata que los paganos han entrado ya en masa en la Iglesia, han reconocido y adorado “la estrella” (es decir, Jesús), mientras que los judíos que, desde hacía tantos siglos la esperaban, la rechazaron. El relato de los magos que incluye en su Evangelio es una especie de “parábola” de lo que estaba sucediendo en las comunidades cristianas de finales del siglo I. Los paganos que habían buscado con honradez y constancia “la estrella” habían recibido de Dios la luz para encontrarla en Jesús. Pero no lo habían hecho sin la ayuda de las Escrituras, que son las que siempre indican el camino.

Ayer prometí explicar el significado de los dones que los magos llevan al Niño. En la primera lectura de hoy, el profeta Isaías (cf. Is 60,1-6) dice que cuando brille en Jerusalén la luz del Señor, todos los pueblos se pondrán en camino hacia la ciudad santa llevando sus dones. Mateo da por realizada la profecía: guiados por la luz del Mesías, los pueblos paganos (representados por los magos) se dirigen hacia Jerusalén para llevar oro, incienso y mirra. La piedad popular ha aplicado a cada uno de estos tres dones un significado simbólico: el oro simboliza el reconocimiento de Jesús como Rey; el incienso, la adoración frente a su divinidad; la mirra, su humanidad.

Me pregunto cómo interpretar este hermoso relato en los tiempos que vivimos. Dejando este año a un lado la magia que la fiesta tiene para los niños, tal vez podemos poner el acento en que como había dicho el mismo Jesús “quien busca encuentra” (Mt 7,8). La “estrella” se hace visible a aquellos que escrutan el firmamento, que miran hacia arriba, no a quienes permanecen instalados en su comodidad y se miran solo el ombligo. 

Tengo la impresión de que la pandemia ha producido en nosotros un doble efecto: por una parte, nos hecho más humildes y más anhelantes de sentido; por otra, nos ha contagiado el “síndrome de la cabaña”. Casi sin darnos cuenta, nos hemos acostumbrado a una vida encerrada, reducida a lo mínimo: comer, ver la televisión o navegar por Internet y descansar. En este contexto, no tenemos muchas ganas de ponernos a escrutar ningún firmamento. No buscamos estrellas, sino salir cuanto antes de este túnel que se nos está haciendo demasiado largo. Por eso, quizá este año, más que como una estrella pendida en el ancho cielo, Jesús puede ser visto como la luz al final del túnel. O, si se prefiere, como la linterna que nos permite recorrer el túnel sin tropezar, seguros de llegar pronto a la claridad del día.



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