domingo, 21 de diciembre de 2025

Del dicho al hecho


¿Cómo se puede mostrar que Jesús procede de David si su madre María ha concebido sin la participación de José, que es el verdadero miembro de la estirpe davídica? El evangelio de este IV Domingo de Adviento afronta este asunto para lectores cristianos provenientes del judaísmo. Como dice Pablo en su carta a los romanos (segunda lectura), “este Evangelio, prometido ya por sus profetas en las Escrituras santas, se refiere a su Hijo, nacido, según la carne, de la estirpe de David”. Mateo termina su genealogía de Jesús haciendo un quiebre maestro: “Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo” (Mt 1,16). 

Las genealogías judías siempre proceden por línea masculina. Pero en el caso de Jesús hay algo extraordinario: José no es su padre biológico porque -como leemos en el evangelio de hoy- “antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo”. ¿En qué consiste, pues, su participación? Aquí se inserta el relato vocacional de José. El ángel de Dios, después de pedirle que acoja a María embarazada y que no la despida, como ya había decidido, le asigna una misión: “Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados”. Poner el nombre está reservado a quienes legalmente ejercen la paternidad. José no es padre biológico de Jesús, pero sí padre legal.


El nombre que se le va a imponer al niño no parece coincidir con el anunciado por el profeta Isaías y citado por Mateo: “La virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros”. En realidad, Jesús (que significa “Dios salva”) es otra forma de referirse al Emmanuel (Dios con nosotros), porque la presencia de Dios es siempre salvífica y liberadora. Ya sabemos lo esencial acerca de la identidad del niño cuyo nacimiento celebraremos dentro de unos días. Él es la presencia salvadora de Dios en medio de nosotros. 

Los jóvenes María y José son los cauces a través de los cuales se va a realizar este plan misterioso de Dios. Ambos se sienten desconcertados porque este plan no coincide con sus proyectos. En el relato vocacional de María, la joven expresa su turbación y su inquietud con palabras que Lucas coloca en su boca. En el caso de José, no hay palabras. Solo un silencio elocuente y la resolución de despedir a María en secreto. Uno de los signos que nos ayudan a discernir si algo viene de Dios es la inadecuación con nuestros planes. Cuando lo de Dios encaja perfectamente con lo que nosotros pensamos y decidimos, podemos sospechar que se trata de algo cortado a nuestra medida. Los planes de Dios siempre sorprenden, desestabilizan, superan lo imaginado.


Pero la historia vocacional de María y José va más allá de su desconcierto inicial. Pasa por la promesa de Dios que los invita a no temer, a confiar en la fuerza de su Espíritu, porque “para Dios nada hay imposible”. En el final, ambos coinciden mediante una rendición humilde a la voluntad de Dios. Lucas pone en labios de María un Hinnení maravilloso: “He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra”. En el caso de José, el evangelio de Mateo no reporta ningún dicho, sino una acción contundente: “Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer”. 

Es hermoso que, pocos días antes de la Navidad, la liturgia nos presente las vocaciones de los padres de Jesús porque de este modo podemos comprender mejor la identidad del niño que va a nacer y, al mismo tiempo, meditar sobre nuestra propia vocación. En todos los casos, Dios toma la iniciativa, nosotros nos sentimos sorprendidos y alterados, Dios nos invita a no temer y nos promete su ayuda. El elemento final -la rendición humilde y amorosa a su voluntad- siempre permanece abierto. Depende de nuestra libertad. ¿Diremos que sí como María y José o, más bien, difuminaremos la respuesta en una cadena de infinitos “depende”, “tal vez, “más adelante, “tengo que pensármelo”, etc.?


viernes, 19 de diciembre de 2025

La escritura de Dios


No sé por qué hoy, volviendo a casa después de haber celebrado la Eucaristía, he pensado en el origen de la escritura. ¿Cómo se les ocurrió a los seres humanos transcribir lo que hablaban? Me parece una historia fascinante. Parece que fue en la Edad de Bronce cuando fueron apareciendo los primeros ensayos de escritura cuneiforme, jeroglífica… y finalmente alfabética, que logra su auge en la Edad del Hierro. Hubo desarrollos diferentes en Mesopotamia, Egipto, India, China, Mesoamérica, África, etc. 

Más allá de los avances logrados por la investigación, lo que más me seduce es pensar cómo lo hablado se convierte en escrito, la íntima conexión que se establece entre pensamiento, palabra y escritura. Cuando leía el largo evangelio de hoy, pensaba en el hecho formidable de que esas mismas palabras, traducidas a infinidad de lenguas, hayan sido leídas y escuchadas por millones de personas a lo largo de la historia. De no haber sido por la escritura, no habrían llegado hasta nosotros. La simple tradición oral las hubiera deformado irremediablemente.


Saber leer y escribir es un privilegio que nos permite encadenar experiencias. Sin escritura no hay historia, solo recuerdos cada vez más vaporosos. Lo compruebo cuando a veces desempolvo mis viejos diarios de hace treinta o cuarenta años. Recuerdo la mayoría de las cosas que leo, pero el hecho de que estén consignadas por escrito les da una concreción y una precisión que exceden las capacidades y límites de la memoria. Por eso, continúo con mi práctica casi diaria de escribir lo que voy viviendo. No quiero fiarlo todo a mi memoria frágil o a la de quienes comparten conmigo el camino. 

Scripta manent. Las cosas escritas permanecen, no son víctimas del olvido. Escribo estas cosas en vísperas de Navidad porque creo que Dios también ha escrito su mensaje en dos libros maravillosos: la naturaleza y la Escritura. El primero es universal. Todos los seres humanos podemos leerlo. El segundo también lo es, aunque en la práctica esté más vinculado a quienes son herederos de la cultura judeocristiana.


Dios escribe. El problema es que nosotros no siempre sabemos leer. ¿Por qué algunos seres humanos solo ven en la naturaleza un conjunto de fuerzas fundamentales (gravitatoria, electromagnética, nuclear fuerte y nuclear débil) o de procesos astrofísicos y bioquímicos? ¿Por qué otros se admiran de su armonía y belleza, e incluso ven en ella los signos del Creador? Hay que aprender a leer. No todos estamos en condiciones de descifrar la “escritura” de Dios. 

San Pablo, en su carta a los romanos, escribe que “lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son perceptibles para la inteligencia a partir de la creación del mundo a través de sus obras” (Rm 1,20). Los salmos están llenos de exclamaciones que reconocen la huella de Dios en su creación: “El cielo proclama la gloria de Dios, | el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, | la noche a la noche se lo susurra. Sin que hablen, sin que pronuncien, | sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón | y hasta los límites del orbe su lenguaje” (Sal 19,2-5).

Dios también nos habla en la Escritura, pero este libro nos resulta a menudo críptico e incomprensible porque no sabemos leerlo. Como el eunuco, ministro de Candaces, también nosotros podemos preguntarnos: “¿Cómo voy a entenderlo si nadie me guía?” (Hch 8,31). Necesitamos ayudarnos unos a otros a leer lo escrito, a profundizar en las Escrituras. Si aprendemos a leer el libro de la naturaleza y el libro de la Escritura, es imposible no reconocer en ellos la escritura de Dios. La lectio divina es precisamente el arte de leer a Dios.

jueves, 18 de diciembre de 2025

Jugar a ser pastores o ángeles


Esta mañana he sentido envidia de los niños que, vestidos de ángeles, pastores, magos y animales varios, caminaban en fila por la calle Princesa rumbo a su colegio. Mientras una niña se quejaba de que el año pasado había hecho de Virgen María y este año, sin ninguna explicación, había sido reducida al honroso papel de “vaca” (sic), yo pensaba que ojalá todos mis problemas se redujeran a un cambio de personaje en esa representación teatral que es la vida misma. Por desgracia, los adultos tenemos que lidiar con otros asuntos que nos traen de cabeza. ¡Quién pudiera, siquiera por unos días, regresar al estado infantil, vestirse de pastor y caminar hacia el portal de Belén tocando la pandereta! 

Los niños comenzarán mañana sus vacaciones de Navidad. Se abre para ellos todo un mundo de ensueño e ilusiones. Mientras para los adultos el tiempo entre una Navidad y otra discurre a velocidad vertiginosa, para ellos la Navidad del año pasado está a años luz de la actual. Viven con tal intensidad el presente que su reloj psicológico se parece muy poco al de los adultos, atrapados siempre en recuerdos pretéritos o ansiosos ante un porvenir incierto.


Apenas regresado a casa, leo en un medio digital que un periodista ruso, portavoz oficioso del Kremlin, anuncia que Rusia puede atacar con armas nucleares a Londres, Berlín, París e incluso Viena… si se siente amenazada por Europa. No decía nada de Roma, Madrid o Lisboa. Se ve que el sur todavía queda lejos del expansionismo ruso. No es el mensaje más estimulante para celebrar con paz y alegría la Navidad. 

Es solo un botón de muestra. Los adultos encontramos otros muchos motivos próximos y remotos para complicarnos la vida. Algunos son casi inevitables, como una enfermedad sobrevenida, un problema económico o una crisis afectiva, pero la mayoría se deben a nuestro mal funcionamiento, a una forma dañina de afrontar la vida, a la propensión a ver siempre lo que nos falta en vez de agradecer lo que somos y tenemos. ¡Si al menos durante estos días pudiéramos vaciarnos de tantas preocupaciones inútiles para dejar más espacio al Misterio!


La Navidad es un hecho tan imponente y sobrecogedor que, ante él, todas nuestras cuitas parecen secundarias. Los niños no se hacen problemas con el futuro, porque confían en que sus padres estarán siempre ahí. Puede parecer una actitud poco realista y hasta irresponsable, pero es la que mejor expresa el verdadero sentido de la fe, que no es otro que una confianza ilimitada en el Amor que nos sostiene. Por eso, se toman muy en serio ser pastores, ángeles o pajes de los magos. Saben -aunque no sean conscientes de ello- que en ese juego de representar la Navidad se ventila lo esencial de la existencia. 

De mayores jugarán a ser mecánicos, abogados, ingenieros, médicos, deportistas, maestros, electricistas o panaderos, pero entonces apenas disfrutarán de sus personajes. Entrarán en una espiral de competitividad, aspirarán a ganar siempre más, litigarán con sus compañeros, arrastrarán una insatisfacción crónica. Si todavía no han perdido una pizca de sensatez, recordarán lo felices que fueron de niños cuando solo jugaban a ser pastores, ángeles y magos y una niña se había puesto triste porque había pasado del papel estelar de Virgen María al de una simple vaca de relleno.

miércoles, 17 de diciembre de 2025

Habla nuestro dialecto


Me gusta el abigarrado cartel de la Navidad en Madrid. Combina la centralidad del Misterio que celebramos con el contexto castizo de una ciudad cosmopolita. Es probable que algunos lo consideren muy clásico o demasiado cristiano. Hay gustos para todo. Lo que más me atrae es que el nacimiento de Jesús se sitúe en el escenario en el que vivimos y nos movemos. 

Es una forma gráfica de expresar que no creemos en un Dios hecho de energías y vibraciones (como tanto les gusta decir a los adeptos a la new age), sino en un Dios que, sin dejar de ser divino, es humano, un Dios que ha plantado su tienda en nuestro suelo. Lo expresa bellamente el poema del mexicano Alfonso Junco (1896-1972) que recitamos en la liturgia de las horas: “¡Caridad que viniste a mi indigencia, / qué bien sabes hablar en mi dialecto! / Así, sufriente, corporal, amigo, / ¡cómo te entiendo!”.



Hoy comienzan las ferias mayores del Adviento. Como todos los años, nos preparamos para el nacimiento del Señor con una semana intensa de oración y espera. Las ferias mayores son como un carril de aceleración para incorporarnos a la autopista de la Navidad. Hay factores externos que nos ayudan (como el cartel madrileño o algunas luces callejeras) y otros que nos distraen (como la inmensa oferta comercial o el abuso de comidas y cenas). 

Pero lo esencial discurre siempre por dentro, en ese diálogo interior en el que nuestro yo escéptico habla con nuestro yo creyente. El primero relativiza todo, desmitologiza el relato, lo reduce a herencia atávica y lo acepta como imprescindible peaje estacional. El segundo se maravilla de esta “dulce locura de misericordia: / los dos de carne y hueso”, como termina el poema de Alfonso Junco. No acierta a comprender el significado de la encarnación de Dios, pero no pierde el tiempo en elucubraciones. Mientras su cerebro ensaya explicaciones racionales, su corazón se postra ante el Misterio. No necesita comprender para creer. Necesita creer para vivir.


Paseando estos días por el centro de Madrid, es fácil llegar a aborrecer la Navidad. Es tal el gentío y el exceso de luces y ofertas comerciales, que uno se pregunta si es posible seguir llamando a esto Navidad o es mejor llamarlo “las fiestas” (de invierno), como hacen los políticos y comunicadores agnósticos o ateos. Quizás entonces caemos en la cuenta de que el Misterio de la Navidad nunca se capta en el centro, sino en la periferia. 

Quizás lo que no se ve en la Puerta del Sol (a pesar de que el nombre pueda recordarnos al Sol Invictus), resulte más claro en la Cañada Real o en otras periferias habitadas por “pastores” que tienen el rostro de ancianos solitarios, enfermos de larga duración, gentes sin techo o asiduos a los comedores sociales. Quienes frecuentan estos barrios entienden sin explicaciones qué significa que Jesús naciera en los márgenes y no en un palacio de Roma o de Jerusalén. La Navidad consumista descentra y agota. La Navidad con los últimos representa un salto hermeneútico. Tenemos una semana para escoger qué tipo de Navidad queremos.

domingo, 14 de diciembre de 2025

Complejo vitamínico


Nos vienen como anillo al dedo los mensajes de este III Domingo de Adviento, el reconfortante domingo Gaudete. Como andamos faltos de tiempo y de ganas de leer, los podemos resumir al principio de esta entrada con tres palabras: alegría, paciencia y liberación.

La primera lectura del profeta Isaías exuda alegría por todas partes: “El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa, florecerá como flor de narciso, se alegrará con gozo y alegría… Vendrán a Sion con cánticos: en cabeza, alegría perpetua; siguiéndolos, gozo y alegría. Pena y aflicción se alejarán”. La liturgia interpreta que este derroche de alegría se cumple a cabalidad con el nacimiento de Jesús para el que nos preparamos durante el Adviento.

Pero lo que experimentamos a diario es una languidez que contrasta con el anuncio profético. Es verdad que vemos a la gente entretenida, que las terrazas de los bares están llenas, que no cabe un alfiler por la Gran Vía de Madrid y sus cines y teatros, pero luego, en las distancias cortas, mostramos una especie de tristeza pegajosa que no sabemos de dónde procede. Con palabras del himno litúrgico compuesto por Leopoldo Panero, podríamos confesar: “No sé de dónde brota la tristeza que tengo”. No sabemos si es por el peso de la hipoteca, los laberintos afectivos, la vida sin rumbo o sencillamente porque vemos el futuro con gran incertidumbre. 


La segunda lectura de la carta de Santiago nos exhorta a la paciencia: “Tened paciencia también vosotros, manteneos firmes, porque la venida del Señor está cerca”. Pero Santiago no sabe que ya no vivimos en una cultura agraria, sino digital. No somos labradores acostumbrados a “aguardar pacientes el fruto valioso de la tierra, mientras recibimos la lluvia temprana y tardía”. 

Hoy somos hombres y mujeres digitales, habituados a que todo suceda a golpe de clic. Nos ponemos nerviosos cuando no hay WiFi, alguien no responde enseguida a nuestros correos o tardamos más de cinco segundos en descargar un vídeo. Culturalmente impacientes, no estamos para muchas esperas. Queremos una espiritualidad a la carta, de consumo inmediato y de efectos rápidos. Los largos procesos de maduración no van con nosotros. Si el Señor quiere llegar, que lo haga enseguida, que tenemos en nuestra agenda otras cosas más importantes que hacer.


El evangelio habla de Juan el Bautista como el “más grande nacido de mujer”, mensajero y preparador del camino del Señor, pero habla sobre todo de la forma para saber si este Señor ha llegado, que no es otra que contemplar los signos de liberación que produce su venida. ¿Cómo sabemos si Jesús ha llegado a nuestra vida o tenemos que esperar a otro? La respuesta no viene por vía racional ni siquiera afectiva, sino práctica.

Lo más creíble es que observemos que dentro de nosotros se supera la ceguera, la mudez y la parálisis. O sea, que empezamos a ver la vida de otra manera, a escuchar la Palabra que antes solo oíamos y a movernos cuando antes estábamos instalados en nuestra comodidad. Y no solo eso, sino que estos signos de liberación se dan también a nuestro alrededor. Donde hay personas que ven, hablan y se mueven con una perspectiva nueva, allí se está produciendo la llegada del Señor.

Alegría, paciencia y liberación forman un pack que se nos regala en este domingo Gaudete. Parece pensado como un complejo vitamínico para afrontar la languidez, la impaciencia y las adicciones que hoy nos impiden vivir con libertad, sentido y esperanza. Por el momento no se han descrito contraindicaciones.


Ayer se inauguró en Segovia el Año Jubilar Sanjuanista con motivo del tercer centenario de la canonización de San Juan de la Cruz (27 de diciembre de 1726) y del primer centenario de su proclamación como doctor de la Iglesia (24 de agosto de 1926). Él es un verdadero maestro de la alegría y de la paciencia porque experimentó en carne propia la liberación de Dios. 



jueves, 11 de diciembre de 2025

Escuchar el corazón


Regreso a Madrid después de un par de días en Roma. Ayer tuve una conferencia en el 50º Convegno de Vida Consagrada organizado por el Instituto Claretianum. El título fue “Gesù e Maria: due cuori che battono all’unisono” (Jesús y María: dos corazones que laten al unísono). El objetivo era mostrar cómo la espiritualidad del Corazón de Jesús y del Corazón de María no es un residuo devocional de los últimos tres siglos, sino una propuesta integral para este siglo XXI. Extraigo unas palabras de la conclusión: “En un contexto caracterizado por la fragmentación interior y la frialdad relacional, la devoción al Sagrado Corazón nos recuerda que el cristianismo nace del encuentro con un Corazón vivo que ama, perdona y pide una respuesta de amor total. Recuperar la categoría bíblica del corazón ayuda a integrar la razón, los afectos y las decisiones, ofreciendo una espiritualidad que une la contemplación y el compromiso concreto con los más pobres y heridos”. 

Las librerías están llenas de libros (ensayos, novelas y cuentos) que llevan la palabra “corazón” en el título. Cerca de 200 institutos religiosos hacen referencia al “corazón” en sus nombres oficiales, comenzando por el de mi propia congregación: Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María. Estoy, pues, muy familiarizado con este asunto. 


Del corazón podemos tener una idea fisiológica, antropológica, artística, romántica, bíblica o espiritual. En cualquier caso, es un símbolo que atraviesa nuestra historia y que aparece y desaparece según privilegiemos el hemisferio derecho o izquierdo de nuestro cerebro colectivo, por decirlo de manera irónica. Podemos poner en la misma licuadora intelectual frases como la atribuida a Pascal: “El corazón tiene razones que la razón no comprende” y versículos bíblicos como el del profeta Jeremías: “¡Nada es más infiel que el corazón y difícilmente se cura! ¿Quién puede conocerlo?” (Jer 17,9). 

Muchos de nosotros hemos leído en El principito de Saint-Exupéry que “solo se ve bien con el corazón; lo esencial es invisible a los ojos”. Albert Einstein, al hacer un diagnóstico de la sociedad de su tiempo, llegó a decir que “el problema del hombre no está en la bomba atómica, sino en su corazón”. Y el francés Anatole France escribió que “las verdades reveladas por la inteligencia permanecen estériles. Solo el corazón es capaz de fecundar los sueños”.


Santos, filósofos, teólogos, psicólogos, novelistas y poetas han hablado del corazón. Incluso la cultura popular ha utilizado a menudo este símbolo para expresar sus pasiones y reivindicaciones. Hace décadas se pusieron de moda las pegatinas del tipo “I [corazón] NY”. Recuerdo con agrado la impresión que me causó hace más de treinta años la lectura de la novela de mi contemporánea Susanna Tamaro titulada Va’ dove ti porta il cuore (Ve donde te lleve el corazón). Cito las palabras que la protagonista, la anciana Olga, dirige a su nieta al final de la novela: “Y cuando se te abran ante ti muchos caminos y no sepas cuál tomar, no elijas uno al azar, sino siéntate y espera. Respira con la profundidad y la confianza con la que respiraste el día que viniste al mundo, sin distraerte con nada, espera y sigue esperando. Quédate quieta, en silencio, y escucha a tu corazón. Cuando te hable, levántate y ve adonde él te lleve”. 

No es fácil “escuchar a nuestro corazón” cuando estamos inmersos en el ruido, pero es imprescindible si todavía queremos mantener viva la esperanza. El “corazón” es el centro de la persona, el santuario de la intimidad donde Dios habita. Él es -como decía san Agustín- “más íntimo a nosotros que nosotros mismos”. Por eso, “escuchar el corazón” es, en el fondo, escuchar a Dios.

lunes, 8 de diciembre de 2025

Descontaminada y descontaminante


El Adviento se ilumina con la luz de la Inmaculada, la mujer agraciada, la mujer turbada, la mujer creyente, la mujer comprometida. La Palabra de Dios nos ayuda a comprender mejor el misterio de esta mujer, la madre de Jesús, que no ha perdido ni un ápice del magnetismo que ha tenido a lo largo de la historia. María atrae a los niños, a los jóvenes, a los adultos y a los mayores. Es madre, amiga, compañera, modelo e intercesora. No hay situación humana en la que no podamos sentir su cercanía. 

Las letanías del Rosario coleccionan piropos que los cristianos hemos ido inventando a lo largo de la historia, desde “Torre de marfil” o “Arca de la alianza”, hasta “Madre de la Iglesia” o “Reina de la familia”. Hoy la liturgia se detiene en el dogma de la Inmaculada Concepción, según el cual “la santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, salvador del género humano”.


Vivimos en un mundo sobrecargado de corrupción. A los periódicos saltan a menudo noticias sobre la corrupción política y económica, pero la raíz es más profunda. Tiene que ver con ese desajuste radical de los seres humanos por el cual hacemos lo que no queremos. Hay una brecha insalvable entre nuestros deseos y nuestras acciones, entre nuestros ideales y nuestras conductas. La dogmática católica habla del “pecado original” como causa última. Todos los seres humanos venimos a un mundo desajustado. 

Todos… menos María de Nazaret, la joven llamada a ser la madre de Jesús. En ella la gracia ocupa todo el espacio. No hay rendija por la que pueda infiltrarse la corrupción. Dios es el aire que respira. Por la acción del Espíritu Santo, ella es la “llena de gracia”, la portadora de Aquel “lleno de gracia y de verdad” que ha venido para salvar al mundo. 


Ya sé que este lenguaje no se parece nada al que usamos a diario. Nuestro campo de experiencia se ocupa de otras realidades. Acostumbrados a vivir en una permanente contradicción, conscientes de nuestros desajustes y fragilidades, nos cuesta creer -incluso imaginar- que un ser humano pueda ser “inmaculado”. Es como si entráramos en el terreno de la ciencia ficción. Y, sin embargo, es precisamente esta sobredosis de gracia la que nos atrae. En la Madre Inmaculada vemos lo que estamos llamados a ser, “santos e inmaculados por el amor”. 

De su mano, podemos hacer frente al mal que nos acecha, podemos experimentar el poder vencedor de la gracia sobre el pecado. Donde hay un cristiano, hay un ser humano conquistado para la gracia, una persona descontaminada y descontaminante. Este es el verdadero camino para la transformación del mundo. Todos los sueños proféticos que la liturgia nos propone en el tiempo de Adviento se han hecho realidad en la Madre de Jesús. Por eso, mantenemos viva la esperanza a pesar de los pesares. Con ella, el Adviento se convierte en una espera silente y gozosa.

domingo, 7 de diciembre de 2025

No ganamos para sustos


Entre el mundo que vivimos y el mundo que Dios sueña hay una brecha que parece insalvable. Mientras nosotros seguimos haciendo la guerra, Dios sueña un mundo en el que “habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos”. Mientras nosotros seguimos excluyendo a muchos, Dios sueña un mundo en el que “juzgará a los pobres con justicia, con rectitud a los desamparados”. 

Mientras nosotros creemos que el más fuerte siempre vence, Dios sueña un mundo en el que “herirá al violento con la vara de su boca, y al malvado con el aliento de sus labios”. Mientras nosotros creemos que lo que cuenta es el poder y el dinero (o el poder que da el dinero), Dios sueña un mundo en el que “la justicia será cinturón de sus lomos, y la lealtad, cinturón de sus caderas”. ¡Menos mal que el Adviento nos recuerda, con la fuerza de la Palabra de Dios, lo que Dios quiere y, por tanto, lo que sucederá de verdad! Si no, acabaríamos sumidos en la desesperanza.


Por si hubiera alguna duda, Pablo, en su carta a los romanos (segunda lectura) nos recuerda que “todas las antiguas Escrituras se escribieron para enseñanza nuestra, de modo que entre nuestra paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza”. La verdadera fuente de la esperanza es siempre la palabra de Dios, no los cálculos humanos. No sabemos cómo evolucionará el mundo en las próximas décadas. 

No sabemos el impacto final de la IA ni si construiremos una civilización alternativa en Marte hacia el 2040, como señala cierta publicidad que estos días se ve en televisión. Lo que sabemos es que la historia no se le escapa a Dios de las manos, que su justicia y su paz prevalecerán sobre todas nuestras injusticias y guerras. Iluminados por esta fe, sabemos en qué dirección podemos caminar. No nos dejamos engañar por señuelos que nos prometen paraísos imposibles en esta Tierra. Mantenemos la calma y la sensatez.


¿Qué podemos hacer mientras tanto? Lo que Juan el Bautista nos recomienda en el Evangelio de este II Domingo de Adviento: preparar el camino del Señor, cambiar nuestra forma de pensar, abrirnos a la sorpresa de Dios, superar esa mentalidad farisaica y saducea que nos empuja a creer que pertenecemos a la élite de los creyentes y que no necesitamos ningún cambio. Dios no se asusta de nuestra fragilidad, pero se aleja de nuestro orgullo. 

El Adviento es un tiempo lleno de sorpresas. Las cosas de Dios no responden a programaciones humanas. Cuando creemos que ya sabemos el camino, Dios nos sorprende por un atajo. Cuando entramos ufanos por la puerta principal, Dios se cuela por la puerta de atrás. No ganamos para sustos con este Dios incontrolable e insumiso.

sábado, 6 de diciembre de 2025

A propósito de la Constitución


Mientras escribo la entrada de hoy veo por televisión los actos del Día de la Constitución. Este año se celebra el 47 aniversario de su aprobación en referéndum. Oigo las declaraciones de algunos políticos. La mayoría destaca que, amparados por ella, España ha vivido casi cinco décadas de paz y prosperidad. Los representantes de los partidos de extrema derecha y de extrema izquierda la cuestionan por motivos diferentes. A unos no les gusta el Estado de las autonomías; otros abominan de la monarquía parlamentaria y sueñan con una tercera república. 

Vistas las cosas con perspectiva, resultan más evidentes las imperfecciones y lagunas del texto constitucional que cuando fue aprobado en 1978, pero también su mayor virtud: fue un texto de consenso en el que todos tuvieron que renunciar a algunas de sus posiciones. No fue la Constitución de una parte sobre la otra (como había sido habitual en experiencias anteriores), sino el fruto de un trabajo conjunto (basta examinar la proveniencia de los llamados siete “padres de la Constitución”), ratificado por una abrumadora mayoría de españoles.


¿Sería necesario hacer algunos cambios cuando se cumplan los 50 años? Creo que sí, pero para ello es preciso recuperar el espíritu de consenso que se dio cuando fue redactada por vez primera. Es evidente que ese espíritu no existe hoy. La España de este primer tercio del siglo XXI no es la misma que la que salía de una dictadura y se adentraba por caminos democráticos. Se han producido profundos cambios en el mundo. El camino recorrido permite examinar lo que ha funcionado bien y lo que necesita ser corregido o desarrollado. Para realizar un trabajo de esta envergadura sin reabrir viejas heridas y sin convertir el proceso en un ajuste de cuentas, es preciso recrear los valores sobre los que se asienta la convivencia en sociedad. 

Sin algunos valores compartidos que constituyan el cimiento de la democracia, es imposible dibujar reglas de juego aceptadas y eficaces. La Constitución no se puede convertir en un simple mercadeo de intereses. Para ello, necesitamos una nueva generación de políticos que tengan altura de miras, fuerte sentido del bien común y capacidad de diálogo. No me parece que sean estos los rasgos sobresalientes de la mayoría de los actuales políticos.


Creo que, en medio de sus luchas internas, la Iglesia jugó un papel positivo en la transición de la dictadura a la democracia en los años 70, sin necesidad de ejercer un poder que no le correspondía. En la actual coyuntura podría también contribuir a esclarecer esos “valores compartidos” que constituyen el cimiento de las sociedades pluralistas y abiertas. No se trata de imponer un determinado modelo político, sino de algo más profundo y duradero: ayudar a discernir lo que sustenta la convivencia aportando su rica tradición multisecular. 

El modelo de Iglesia sinodal puede iluminar el modo de proceder. No es saludable reducir la política a un juego de mayorías y minorías y de confrontación continua (como sucede hoy). El reto es explorafr un modelo nuevo en el que se abra paso el discernimiento colectivo mediante la escucha, el diálogo y la búsqueda de consensos. Este cambio de modelo no es posible sin sujetos preparados para ponerlo en práctica. Aquí entra en juego la educación. Un país que quiera progresar necesita invertir más en educación y, sobre todo, en cultivar las actitudes que preparan a los ciudadanos para una convivencia plural y pacífica.

martes, 2 de diciembre de 2025

Hay que estar


Llueve y hace frío. Mi despacho apenas alcanza los 16 grados a primera hora de la mañana. Espero que la calefacción consiga alzar la temperatura hasta los 21. Diciembre ha comenzado como debe ser: enseñando sus garras preinvernales. En mi comunidad no hay agua caliente. La ducha es un ejercicio de valentía al que no todos están dispuestos. Una vez más se aplica la ley de Murphy. ¡Menos mal que el Adviento litúrgico aporta el calor de la esperanza en medio del frío ambiental! 

Hoy el papa León XIV regresa a Roma tras su intenso viaje apostólico a Turquía y Líbano. No es fácil medir el impacto de estas visitas, pero las minorías cristianas de ambos países las agradecen. Necesitan sentir que allí donde florecieron las primeras comunidades cristianas puede seguir brotando una vida pujante. Recuerdo que en mis viajes a Tierra Santa en la década de los 90 era frecuente que algunos cristianos palestinos se quejaran de que muchos turistas y peregrinos occidentales viajaban a la tierra de Jesús, se emocionaban viendo las piedras de los antiguos monumentos, pero no entraban en contacto con las “piedras vivas” que formaban las comunidades cristianas del lugar. Al papa León XIV le interesan más estas “piedras vivas” que, por ejemplo, los restos arqueológicos de la basílica de Nicea donde se celebró el famoso concilio hace 1.700 años.


Entre las noticias del día, me llama la atención la que habla de que está aumentando el número de suicidios entre los adolescentes y jóvenes. Me produce escalofríos esta realidad. Va en la línea de lo que comentaban los pastoralistas de juventud del Reino Unido en el encuentro que tuve con ellos en Londres hace apenas un mes. Allí hablaban de la preocupación por las enfermedades mentales de los jóvenes. ¿Qué significa esto? ¿De qué es síntoma esta realidad? ¿Qué tipo de sociedad estamos construyendo que no anima a vivir? 

No soy un experto en el tema. Carezco de los datos suficientes para emitir una opinión ponderada. Expreso simplemente mi zozobra y mi cercanía con las personas que sufren más de cerca sus efectos. Es verdad que la adolescencia es una etapa de altibajos emocionales, de confusión y de incertidumbre, pero eso no significa que tenga que desembocar en el suicidio. Quizás hay algo más cultural que tiene que ver con la falta de entrenamiento para afrontar las dificultades de la vida, las frustraciones y los desengaños. Muchos niños crecen en un ambiente sobreprotegido o, por el contrario, falto de cariño, que no los prepara para navegar en solitario. Cuando tienen que afrontar problemas escolares, relaciones difíciles o soledades no queridas, se vienen abajo. No tienen un asidero que los mantenga a flote mientras dura la tormenta.


Cuando el nihilismo se cuela en nuestras vidas como la única explicación del misterio que somos resulta difícil vivir la vida con sentido, atravesar los túneles existenciales con la certeza de que al final siempre hay una luz, sentir que no caminamos solos, aprender a pedir ayuda, esperar contra toda esperanza. Los cristianos tenemos el enorme desafío de acompañar a las personas cuya pantalla vital se ha fundido a negro. El hecho de saber que hay alguien ahí puede marcar la diferencia entre quitarse la vida o seguir caminando. 

En situaciones de este tipo, siempre me vienen a la memoria las palabras del evangelio de Juan: stabat mater iuxta crucem. La madre de Jesús estaba de pie junto a la cruz. Ese “estar de pie”, sin decir nada, compartiendo en silencio el dolor, puede ser el principio de la salvación. Hay que estar. Por desgracia, algunos padres y educadores no están. Su ausencia hace que los niños y adolescentes se sientan en tierra de nadie. La sociedad digital rellena esos vacíos afectivos con infinidad de propuestas de entretenimiento y hasta con consejos psicológicos de una IA que aspira a sustituir a las figuras primordiales. Debemos pensar.

lunes, 1 de diciembre de 2025

El Director


Un compañero me regaló hace unos días El Director, un libro escrito por el periodista David Jiménez en 2019. Como indica el subtítulo, el libro trata sobre “secretos e intrigas de la prensa narrados por el exdirector de El Mundo”. Supongo que en su momento provocaría escándalo en el mundo de los medios de comunicación social, pero entonces yo vivía en Roma, así que no pude seguirlo de cerca. Estoy seguro de que mi compañero me regaló el libro teniendo en cuenta que ahora yo soy un pequeño director de una pequeña publicación llamada Vida Religiosa. Ni esta revista tiene que ver nada con El Mundo, ni yo tengo la trayectoria de David Jiménez, pero siempre se puede aprender algo. 

Confieso que me he devorado el libro en pocas horas. Está escrito con orden y agilidad. El texto de hace casi siete años conserva toda su vigencia. Quizás incluso es ahora más actual que entonces. Lo que David Jiménez cuenta, tras su experiencia de un año como director de uno de los principales periódicos españoles, es el ambiente de “secretos e intrigas” que rodea a los medios de comunicación social. Entre sus directores, las empresas que los patrocinan, los empresarios del IBEX y los políticos de turno hay un permanente correveidile de presiones, halagos, chantajes y amenazas. No es que el libro revele nada que no se supiera o intuyera, pero el relato cobra vida cuando va acompañado de nombres, fechas, reuniones y acontecimientos.


Es casi imposible ser un periodista “independiente”. Y no digamos si se trata de un periódico, una radio o una televisión. Todos estos medios viven en buena medida de la publicidad institucional o privada porque los usuarios no estamos dispuestos a pagar demasiado por su uso. Y quien paga la publicidad pone condiciones, exige privilegios, compra su imagen pública. 

Entre las anécdotas curiosas figuran las de algunos personajes famosos que llamaban airados al director del periódico para quejarse de que, en esa minisección en la que se colocan algunas fotos y nombres con una flecha hacia arriba (para indicar aceptación o aplauso) o hacia abajo (para indicar rechazo o crítica), ellos figuraban con la flecha hacia abajo. El impacto era mínimo porque los personajes de ese día eran sustituidos por los del día siguiente, pero su ego no se resignaba a que el director del periódico, como si fuera un césar redivivo, hubiera orientado su pulgar hacia abajo. Su autoestima quedaba por los suelos.

Estas miserias y otras de más calado nos ayudan a caer en la cuenta de que estamos vendidos. Para conocer la realidad dependemos de los medios de comunicación, pero a menudo estos nos ofrecen una visión que está vendida a los intereses corporativos o de aquellos que pagan, presionan o amenazan.


La irrupción de internet ha hecho que los medios tradicionales pierdan peso en beneficio de las redes sociales. Hoy cualquiera puede convertirse en informador u opinador. Basta crearse una cuenta en YouTube, Facebook, X, Instagram o en cualquier otra red social. La ventaja es que la información puede llegar directa al usuario, sin los filtros de las corporaciones. El gran riesgo es que se abre la veda para que las noticias verdaderas se pongan al mismo nivel que los bulos. A menudo es muy difícil distinguir la verdad de la mentira, la opinión ponderada del chisme o la calumnia. 

No sé si hemos avanzado o retrocedido con respecto al mundillo descrito por David Jiménez en El Director, pero por lo menos nos hemos vuelto más críticos y precavidos ante los riesgos de manipulación. Ya no se puede decir alegremente eso de que “lo he leído en el periódico, lo he oído en la radio o lo he visto en televisión” como prueba irrefutable de autenticidad. Nos vemos obligados a contrastar fuentes y a extraer nuestra propia conclusión. Tenemos que ser adultos a la fuerza.