sábado, 22 de diciembre de 2018

Me da pereza felicitar la Navidad

Las doce horas y media de vuelo desde Singapur a Roma se me hicieron bastante pesadas. Ni siquiera tuve humor para ver más de dos películas, las dos de temática navideña, por cierto. Preferí escuchar música y dormir. Al menos, tuve la suerte de pasar de los 30 grados de Medan (Indonesia) a los poco más de 5 de la capital italiana. Ya sé que a quienes les gusta el calor les puede sonar a provocación denominar “suerte” a padecer una temperatura tan baja, pero yo me encuentro mucho mejor en los climas fríos. Me cunde más el tiempo y hasta el ánimo parece fortalecerse. Hoy tendría que dedicar algunas horas a felicitar a mis familiares, amigos y a mucha gente conocida, pero reconozco que me da pereza. Todo me suena un poco a hueco, a palabras repetidas carentes de sentido. ¿Qué significa, en efecto, feliz navidad? ¿Qué queremos decir con eso de próspero año nuevo? Añoro los tiempos en los que a primeros de diciembre uno se armaba de ilusión, compraba unas cuantas tarjetas y, en ratos perdidos, iba escribiendo a mano mensajes personales que luego enviaba por correo postal. Este modo de proceder es ya historia. Hoy abundan los correos electrónicos y, sobre todo, los mensajes visuales a través de WhatsApp y otras aplicaciones. Reconozco que algunos son de gran calidad estética. Pocas veces se trata de mensajes personales. Es frecuente reenviar lo que, a su vez, se ha recibido. Por este procedimiento, uno puede acabar recibiendo el mismo vídeo o el mismo fotomontaje de varias personas distintas. Es tal la avalancha, que podemos sentir la tentación de no hacer mucho caso, pero conviene superarla porque, detrás de cada vídeo o de cada frase ingeniosa, hay una persona que se ha acordado de nosotros. Esto es lo más importante; por lo tanto, felicita, que algo queda.

¿Por qué nos deseamos con tanta profusión salud, amor, paz y alegría? Me lo pregunto todos los años cuando se pone en marcha la campaña navideña. Es como si la Navidad nos conectara con una dimensión de nuestra vida que parece no corresponderse con lo que vivimos a diario, pero que necesitamos. O como si nos introdujera en un mundo anhelado, pero, en el fondo, irreal. Quizás por esto muchas personas se sienten a disgusto, incómodas, casi timadas. Cuanto más se multiplican los deseos de paz y felicidad, más insoportable se les hace su vida cotidiana. ¿Cómo se concilia un árbol lleno de luces y una mesa bien surtida con un odio enconado, la falta de trabajo o un cáncer sobrevenido? Entre un anuncio un poco provocativo como el de Campofrío de este año, o sentimental como el de Coca-Cola o El Almendro, y lo que muchas familias viven hay más distancia que la que media entre la tierra y la luna. Los anuncios nos hacen soñar, pero también ponen a las claras la mediocridad de nuestras vidas grises, las inconsistencias entre lo que soñamos y lo que vivimos. A más ilusiones, más conciencia de nuestros problemas.  Los villancicos en las calles pueden hacer más sufriente el dolor de quienes pasan estos días en los hospitales o en las cárceles. Y, sin llegar a estos extremos, tanto exceso de sentimientos positivos puede sumirnos en una suave depresión. Hace años, un compañero mío le espetó a otro compañero, de talante muy optimista, una frase que se ha convertido casi en un adagio entre nosotros: “Jesús, tu optimismo me deprime”. Quizá por esta brecha entre felicitaciones creativas (como se dice ahora) y realidades duras no soy muy aficionado a enviar mensajes navideños. Prefiero una llamada telefónica a las personas a las que quiero, un ratito de tertulia, un café juntos. Y, desde luego, un recuerdo pausado en el silencio de la oración.

La diferencia entre el optimismo sentimental que se despliega en los anuncios publicitarios y la alegría serena que brinda la liturgia es abismal. En el primer caso, podemos llegar a sentirnos conmovidos, pero siempre nos queda un regusto de tristeza, como si los anuncios bonitos nos introdujeran en un mundo que ya sabemos de antemano que no coincide, ni coincidirá nunca, con el nuestro. La liturgia cristiana, por el contrario, cuando nos anuncia el nacimiento de Jesús, no nos vende una realidad “bonita”. Nos dice que el hijo de María nació en condiciones de emigración y pobreza; por eso, lo podemos sentir muy próximo a nuestras pobrezas e inseguridades. La cueva de Belén no es un escaparate de El Corte Inglés con mesas primorosamente decoradas. Es un establo en el que ningún pobre se sentiría incómodo. Todo tiene el sabor de las cosas sencillas, elementales, sin adornos huecos. Pero precisamente ahí, en la esencialidad del misterio de la vida, se respira una atmósfera de serena alegría. Es el gozo que produce el paso de Dios por nuestra vida. No nos saca de ella, sino que nos reconcilia con ella. No nos transporta a un paraíso artificial para luego hacernos retornar tristes a nuestro suelo, sino que nos ayuda a ver a Dios en nuestro suelo. La alegría suave y duradera que desde niño siento al terminar la Misa de medianoche (la misa del Gallo) no es comparable a la emoción que me producen los tiernos anuncios de estas fechas. Sin la fuerza de la liturgia hecha vida, la Navidad es un supermercado de emociones efímeras y potencialmente deprimentes.


1 comentario:

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