viernes, 8 de diciembre de 2017

Aurora de un mundo nuevo

El año pasado, tal día como hoy, contemplé a María como la mujer inmaculada en un mundo contaminado.  Este año me siento atraído por la imagen de la aurora. Recuerdo que, cuando solía hacer campamentos de verano, siempre me gustaba madrugar para ver amanecer. En medio de la oscuridad de la noche, empieza a aparecer un pequeño resplandor por el Este. Poco a poco, se incrementa y se acelera. Segundos antes de que se insinúe la esfera oronda del sol, el resplandor alcanza su máxima expresión (la aurora), la “hora áurea”, como si quisiera preparar nuestras pupilas para acoger la luz del Sol naciente. La tradición cristiana ha aplicado ambos símbolos a Jesús y a María. El canto del Benedictus presenta a Jesús como “sol que nace de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte”. María es la luz de la aurora que prepara el nacimiento de ese Sol invicto. Es también reflejo hermoso de ese mismo sol. Su luz inmaculada le viene de su hijo Jesús. Ella es la “llena de gracia” porque ha sido inundada plenamente por Dios.

Hoy es un día muy especial. En muchos lugares del mundo se celebra la fiesta de la Inmaculada Concepción con entusiasmo. Hay países (Portugal, Estados Unidos, Filipinas y otros) que la tienen como patrona. En Nicaragua se celebra la famosa fiesta de “la gritería”: “¿Quién causa tanta alegría? ¡La Concepción de María!”. En muchos lugares de Andalucía he visto azulejos con esta inscripción: “Nadie cruce este portal sin que jure, por su vida, que María es concebida sin pecado original”. Son expresiones populares de una fe que tiene su fundamento en el saludo del ángel Gabriel a la muchacha de Nazaret: “Salve, María, llena de gracia”. La Iglesia ha interpretado ese “llena de gracia” como la preparación que Dios mismo ha hecho para que María pudiera ser la madre de Jesús, la expresión acabada de la gracia de Dios. Mientras escribo estas notas, caigo en la cuenta de que este lenguaje, tan familiar para cristianos mayores, quizás resulte completamente ininteligible para las generaciones más jóvenes. No forma parte de su vocabulario y nadie les ha explicado lo que significa. ¡Hasta podría parecerles un residuo sin mayor importancia!

Y, sin embargo, contemplar a María como la mujer “llena de gracia”, como la aurora que prepara el amanecer del Sol, tiene un profundo significado en nuestro tiempo. Muchas personas bautizadas tienen la impresión de vivir su fe como una permanente noche en la que apenas se ve nada. También está metáfora -la noche- se aplica a las culturas que viven “como si Dios no existiera”. En ese contexto, la historia de quienes han redescubierto el significado profundo de la fe está con frecuencia asociada a María. En algunos casos, ha coincidido con la peregrinación a un santuario mariano; en otros, con el recuerdo de experiencias infantiles ligadas a la madre de Jesús.  En el descubrimiento de la fe, en la preparación del encuentro con la luz de Jesús, María es la aurora que prepara el amanecer, el mundo nuevo del encuentro con Dios.  Ella es como la pedagoga que nos introduce en el misterio de su Hijo y nos susurra al oído: “Haced lo que Él os diga”. Es la presencia femenina que sabe acompañar nuestras búsquedas y tropiezas, nuestras crisis y ansiedades. No se impone como el sol del mediodía, sino que se insinúa como la aurora matutina. No se convierte en protagonista, sino que prepara el advenimiento del verdadero Sol.

Os dejo con este precioso soneto de Luis Rosales. Yo no sabría expresarlo mejor que él.

Venid, alba, venid; ved el lucero
de miel, casi morena, que trasmana
un rubor silencioso de milgrana
en copa de granado placentero;

la frente como sal en el estero,
y la mano amiga corno luz cercana,
y el labio en que despunta la mañana
con sonrisa de almendro tempranero.

¡Venid, alma, venid!: y el mundo sea
heno que cobra resplandor y brío
en su mirar de alondra transparente,

aurora donde el cielo se recrea,
¡aurora tú que fuiste como un río,
y Dios puso la mano en la corriente!


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