domingo, 10 de diciembre de 2017

La vía del desierto

Como preparación para este Segundo Domingo de Adviento, ayer me di una vuelta vespertina a pie por el centro de Roma, atestado de turistas. Las fotos de la entrada de hoy dan testimonio de este paseo. Cuando enfilé la rectilínea Via del Corso sentí que se estaba cumpliendo la profecía de Isaías que leemos en la primera lectura de hoy: «En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale. Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos los hombres juntos –ha hablado la boca del Señor–.» (Is 40,3). Imaginaba que Babilonia era la Piazza Venezia y Jerusalén la Piazza del Popolo, separadas ambas por un kilómetro y medio de gente variopinta. En ese tramo, todo es llano y recto. No hay ni colinas ni curvas ni terreno escabroso. ¡Profecía cumplida! Pronto me di cuenta de que todo era un espejismo. La gente no volvía gozosa de Babilonia a Jerusalén, sino que unos iban en una dirección y otros en la contraria. Nadie parecía tener claro el destino. La mayoría se entretenía mirando los escaparates, comprando algún regalo navideño, haciendo fotos con sus móviles, o simplemente dejándose llevar. ¿Quién sabe hoy adónde quiere ir? La cultura posmoderna nos ha dicho que hay que disfrutar del camino porque no sabemos de dónde venimos ni adónde vamos. El camino es el destino. Ya no se trata de la “vía del desierto” que conduce a la ciudad santa, sino de la “vía del entretenimiento” para hacer más llevadero el tiempo presente.

Es comprensible que muchos piensen así. Llevamos veinte siglos preparándonos para la “venida del Señor”. El mundo parece seguir su rumbo, con o sin él. Muchos contemporáneos, creyentes o no, podrían hacer suyas las palabras del autor de la segunda carta de Pedro: “¿Qué ha sido de su regreso prometido? Desde que murieron nuestros padres todo sigue igual que desde el principio del mundo” (2 Pe 3,4). Da la impresión de que el tiempo de Dios y el nuestro no están sincronizados. La misma carta de Pedro adelanta una respuesta: “No perdáis de vista una cosa: para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día. El Señor no tarda en cumplir su promesa, como creen algunos. Lo que ocurre es que tiene mucha paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan” (2 Pe 3,8).  A primera vista parece una tomadura de pelo, un juego de palabras para no afrontar el problema en su raíz. Pero, en el fondo, lanza un mensaje claro: cada uno tenemos nuestro “tiempo oportuno”. Dios llega a nosotros cuando hemos preparado una mínima “vía” de acceso, cuando renunciamos a nuestra autosuficiencia y nos abrimos al misterio de la gracia. No importa el tiempo que se tarde. El encuentro con Dios da sentido a todo el tiempo del mundo: al pasado, al presente y al futuro.

Este es precisamente el contenido central del “evangelio” (hermosa palabra) que, en los años 60 del siglo primero, cuando todavía vivían muchos testigos oculares, se comienza a escribir en Roma para presentar la “buena noticia” de Jesús. Según la tradición, el autor de este escrito es Marcos, el “hijo de María”, la dueña de la casa donde solía reunirse la primera comunidad cristiana de Jerusalén (cf. Hch 12,12-17). Quizás se trata también del joven que, en el momento del prendimiento de Jesús, se encontraba en el huerto Getsemaní y huyó desnudo cuando los guardias agarraron la sábana con la que estaba envuelto (cf. Mc 14,51). La “buena noticia” que él nos quiere transmitir no comienza con el nacimiento de Jesús sino con la “preparación” realizada por Juan el Bautista. Él sí es un verdadero hombre del desierto. Frente a los israelitas que, seducidos por el estilo de vida de Babilonia, no quisieron regresar a Jerusalén por la vía corta y dura del desierto, Marcos presenta a Juan como el que prepara el camino del Mesías que viene: «Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.» (Mc 1,8).

Estamos tan entretenidos en nuestras cosas, tan atrapados por otros intereses, que también nosotros necesitamos un Juan que nos despierte, nos anuncie que el Señor puede llegar a nuestra vida de un momento a otro, y nos invite a preparar el camino. Cada año, cuando llega el tiempo de Adviento, sentimos que nunca es demasiado tarde para orientar nuestra vida de un modo nuevo. No se trata de sucumbir al mensaje repetitivo y, a veces, un poco chantajista de quienes nos piden cambiar (deja el tabaco, no bebas, atiende más a tu familia, sé honrado, supera la adicción a la pornografía, vuelve a rezar). Se trata de abrirnos a la “buena noticia” (evangelio) de un Jesús que viene a consolarnos en medio de nuestras tribulaciones y que nos pide que seamos embajadores de consuelo para las personas de nuestro entorno que lo están pasando mal: «Consolad, consolad a mi pueblo, –dice vuestro Dios–; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle, que se ha cumplido su servicio, y está pagado su crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble paga por sus pecados.» (Is 40,1). Quizás solo experimentamos a fondo la consolación de Dios cuando nosotros mismos nos decidimos a ser “buena noticia” para los demás. 




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