sábado, 29 de octubre de 2016

Más historias, menos sermones

El otro día, un obispo amigo mío, compañero de estudios, me dijo esto: “Mira, cuando cuelgo en Facebook algunos pensamientos (incluso del papa Francisco), veo que no suscitan demasiado interés, pero cuando pongo fotos de mi familia o comento algún asunto personal, aumentan muchísimo los Me gusta y los comentarios”. Sus palabras me hicieron pensar. Ya sé que las declaraciones de un amigo –por muy obispo que sea– no pueden competir con el sesudo estudio que alguna universidad americana habrá ya hecho sobre el asunto y con las publicaciones de las revistas especializadas. O sea, que no se puede sacar conclusiones de una opinión individual. Sin embargo, creo que se acerca bastante a la realidad que yo mismo percibo. Vivimos un tiempo en el que –para bien o para mal– muchas personas se cansan de reflexión, no aguantan los sermones. Todo les suena a algo que tiene que ver poco con la vida real. Las historias, por el contrario, son vida hecha palabra. Tienen la autenticidad, la belleza y la capacidad interpelante de la vida misma. Da igual que sean historias tristes o alegres, pacíficas o cruentas, dramáticas o cómicas. Si están bien contadas, siempre enganchan. Cuando uno lee, por ejemplo, los tres evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) no se encuentra con un Breve tratado sobre el Reino de Dios,  con una Aproximación metodológica a la realidad de los pobres o discursos por el estilo. Se encuentra, ante todo, con una colección de historias de Jesús que cada evangelista ha ido engarzando según algunas ideas-fuerza y teniendo en cuenta las necesidades de los destinatarios a quienes se dirige. Por eso los Evangelios siguen atrayendo a millones de personas. 

Yo soy un poco reacio a contar historias personales porque me parece que no tienen especial interés para otras personas, pero reconozco que lo personal es lo que más nos llega. De hecho, yo también leo con fruición textos en los que el autor se moja y no se limita a hacer reflexiones sin sujeto. Los periodistas lo saben muy bien; por eso buscan siempre personas de las que se pueda contar alguna historia. El argumento es casi secundario. Se puede hablar del Oscar ganado por una actriz de cine, de un plato preparado por un cocinero de moda o de los recuerdos del servicio militar de un viejo de pueblo. Los políticos (sobre todo los de Estados Unidos) suelen contar historias en sus discursos. Barack Obama es un maestro consumado y hasta Chelsea Clinton –la hija de Bill y de Hillary usó este recurso cuando se dirigió a la Convención del Partido Democrático. Es la manera de llegar al corazón de la gente. El papa Francisco es otro gran cuentista (espero que no se me malinterprete). Lo importante es que haya una persona, un hecho y un contexto. ¿Por qué las historias nos interesan tanto? Lo he dicho antes: porque es vida hecha carne. Las ideas se las lleva el viento. A menudo proceden de personas cuyas existencias van en dirección contraria a lo que piensan o escriben. Las ideas se manipulan, se tergiversan, se desgastan. Las historias siempre están ahí. Pueden ser también tergiversadas, pero la verdad de la vida acaba abriéndose paso. Decían los clásicos que contra factum non est argumentum (o sea, que los hechos son tozudos, indiscutibles). Robert, un buen amigo keniano, se definía a sí mismo como un story-teller; es decir, como un cuentista en el más noble sentido de la palabra. Aspiro a eso, pero me siento muy lejos de la meta. Mi formación académica todavía me empuja demasiado al mundo de las abstracciones. Tendré que seguir intentándolo.

1 comentario:

  1. Por mi experiencia profesional también digo que consigues más empatía con la persona cuando compartes con ella algo personal... Es como ponerte al mismo nivel que tu interlocutor y éste recibe información más concreta. Lo comparo a cuando hablo a un niñ@ pequeño, me pongo a su altura, para que nos podamos mirar a los ojos, así estoy a su mismo nivel, ellos están más atentos, comprendenn mejor.

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