domingo, 9 de octubre de 2016

Bastante más que buenos modales

El evangelio de este XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario me pone contra las cuerdas. Lucas cuenta la historia de diez leprosos (entre los que hay judíos y samaritanos) que colectivamente le piden a Jesús que se compadezca de ellos. En realidad, no le piden que los cure. Ellos se saben ya como muertos. Había un dicho en tiempo de Jesús que rezaba así: “Cuatro categorías de personas son como los muertos: los pobres, los leprosos, los ciegos y los que no tienen hijos”. Jesús no los cura inmediatamente. Les pide que se presenten a los sacerdotes. Es impensable que el samaritano lo haga porque él es un hereje. Mientras van de camino (la observación es importante) quedan curados. Pero parece que sólo el hereje –es decir, el samaritano– capta el significado profundo de la curación. Es cierto que vuelve para dar gracias a Jesús. Pero no se trata de un gesto de cortesía. Lo importante es que “viéndose sano, volvió glorificando a Dios en voz alta” (17,15). Y esto es lo que Jesús alaba, no tanto el hecho de darle las gracias: “¿Ninguno volvió a dar gloria a Dios, sino este extranjero? Y le dijo: –Ponte de pie y vete, tu fe te ha salvado” (17,18-19).

¿Por qué esta historia me pone contra las cuerdas? Porque convierte a un leproso (es decir, a un muerto en vida) que, además, es samaritano (es decir, un hereje bastardo) en modelo de creyente y de misionero. Los otros, que también eran leprosos pero se consideraban judíos ortodoxos, no supieron descubrir quién era en realidad Jesús y, por tanto, no creyeron en él; se limitaron a verlo como un simple curandero. 

¿Es necesario que Jesús nos provoque una y otra vez? ¿Es necesario que nos ponga contra las cuerdas a los viejos creyentes y nos presente modelos heterodoxos que rompen nuestros esquemas? Cuando Lucas incluye esta historia en su evangelio quiere transmitir un mensaje claro a los creyentes de todas las épocas; es decir, a ti y a mí. Lo que cuenta no es pertenecer a un club de selectos (por ejemplo, una comunidad religiosa o un grupo parroquial) sino creer en Jesús, reconocerlo como enviado de Dios. Y esto es imposible cuando nos sentimos sanos y no experimentamos la necesidad de ser curados, cuando marcamos distancias excesivas con los de fuera, con los problemáticos, como si nosotros fuéramos creyentes a carta cabal, íntegros y puros.

Cada día me sorprendo más de cómo Jesús llega al corazón de las personas de la manera más insospechada. Yo, como sacerdote, sigo a veces métodos muy convencionales. Él tiene sus propios métodos. Si yo tuviera que decir en qué personaje me reconozco dentro de esta historia, tendría que inventar uno: el del pregonero que se limita a decir: “¡Atención, por ahí pasa Jesús!”. Todo lo demás lo hace él. Es mejor no atribuirse excesivas funciones. Solo él cautiva, revela, sana, empuja… Notamos que nos ha curado cuando sentimos unas ganas irrefrenables de “glorificar a Dios en voz alta”; es decir, de compartir con otros esta experiencia de transformación. La fe es contagiosa. Un creyente sabe que encontrarse con Jesús, ser curado por él,  es lo mejor que le puede pasar a un ser humano.

Como todos los domingos, Fernando Armellini nos hace caer en la cuenta de algunos detalles que pueden pasarnos desapercibidos.


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