sábado, 10 de noviembre de 2018

El perdón todo lo puede

Desde mi ventana veo los tejados del noreste de Madrid. Ha amanecido un día cubierto. A esta hora la gente todavía duerme. Ayer fue fiesta en la ciudad. Es probable que muchas personas hayan salido aprovechando el puente. Puede llover de un momento a otro. Ojeando la prensa digital de esta mañana, doy con una entrevista al director de cine Juan Manuel Cotelo, a quien conocí a raíz de su película-documental La última cima sobre el sacerdote madrileño Pablo Domínguez Prieto. En la entrevista que esta mañana publica La Vanguardia, Cotelo habla sobre su última producción, basada en historias reales de personas enfrentadas que han sabido perdonarse. Una de ellas le confesó que “la vida no es Disney”. Si no fuera porque estas historias existen, uno podría creer que lo que mueve el mundo es el odio y el resentimiento. Estamos tan saturados de agravios, abusos, explotaciones e injusticias que, a veces, a lo máximo que aspiramos es a “hacer justicia”, en el sentido de castigar a los culpables y resarcir a las víctimas. No es poco, pero no es suficiente. La única medicina que puede restaurar una vida es el perdón.

Me ha tocado acompañar a algunas personas que han sido víctimas de experiencias muy ofensivas. Almacenan tanto rencor dentro que no solamente se sienten incapaces de perdonar, sino que ni siquiera lo desean. El rencor es como una droga. Tiene un enorme poder destructivo, pero de tal manera subyuga a las personas que es casi imposible sustraerse a sus garras. Es como si uno encontrara placer en sentirse mal, como si la autodestrucción fuera la forma suprema de venganza hacia la persona culpable. El mecanismo es diabólico, pero más frecuente de lo que pudiera parecer. En todos esos casos, las “buenas razones” sirven para poco. Uno no quiere escuchar las voces que lo invitan a escapar de ese círculo vicioso. Prefiere pudrirse en su rencor antes que perdonar. El perdón se interpreta como una claudicación propia de personas débiles que no saben reclamar sus derechos. ¿Qué tiene que suceder para que una persona salga de esa cárcel emocional y disfrute de una nueva libertad? ¡Un milagro! Sí, el milagro del perdón.

Donde hay perdón, allí está Dios. Los seres humanos somos muy capaces de producir el mal, pero no disponemos de energía para restaurar lo que hemos destruido. Recuerdo que hace años leí una frase de Fernando Savater que me llamó la atención. Cito de memoria: “El único desprendimiento del que los seres humanos somos capaces es el desprendimiento de retina”. Somos tan egocéntricos que toda salida de nosotros mismos nos parece una amenaza cuando, en realidad, supone nuestra salvación. Podemos perdonar cuando nosotros mismos hemos experimentado en carne propia que Dios nos perdona. ¿Qué ser humano es tan engreído que crea que no necesita ser perdonado? ¿Quién puede ir repartiendo por la vida amenazas y sentencias sin caer en la cuenta de que el primer sentenciado es él mismo? Me sorprende la facilidad con que algunas personas se vuelven justicieras cuando su propia vida es un estercolero. Todos los seres humanos necesitamos ser perdonados. Solo entonces podemos prodigar el perdón a los demás. Se trata de una necesidad tan imperiosa que Jesús la incluyó en su oración al Padre al mismo nivel que el pan cotidiano: “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a quienes nos ofenden”. Quizás podríamos parafrasearla así: “Porque todos los días tú perdonas nuestras ofensas, nos comprometemos también a perdonar a quienes nos han ofendido”. Es muy probable que la película de Cotelo sea un hermoso comentario existencial a esta petición del Padrenuestro. Lo comprobaré cuando me sea posible.


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