Anoche llegué a Torrox, una población de unos 15.000 habitantes,
situada a orillas del mar Mediterráneo y al pie de la Sierra de Almijara. Aquí, a unos 50 kilómetros de Málaga, se
encuentra el Centro Cristo Rey, perteneciente
a la diócesis de Córdoba. Se inauguró hace unos pocos meses, así que todo
parece nuevo. Es un lugar luminoso, cerca del mar. Domina el blanco salpicado
de colores vivos. Parece casi un centro de IKEA. Impera el minimalismo. Tanto
la arquitectura como la decoración invitan a la sencillez con un toque de
alegría andaluza. Después de la cena comencé el retiro con el grupo de seglares
claretianos. Me sorprendió el número de matrimonios jóvenes. Conviene contar
estas historias porque, de lo contrario, uno tiene la impresión de todos los jóvenes pasan de la fe y la religión. No es verdad. Las semillas de una
Iglesia nueva no son todavía muy visibles porque, como toda semilla, están
enterradas, pero llegará el día en que emerja el tallo y comiencen a granar.
Igual que en algunos regímenes totalitarios, se habla de una Iglesia underground o clandestina, en nuestros países
secularizados podría hablarse de una Iglesia que crece y madura en silencio, a
la espera de encontrar nuevas formas de evangelización.
Me sorprende el
silencio de este lugar, a cuatro pasos del faro y de la orilla del mar. Me
dicen que está considerado “el mejor clima de Europa” porque disfrutan del sol
más de 350 días al año. No lejos de la costa se yerguen algunas montañas que en
invierno pueden cubrirse de blanco. En el valle se dan frutos tropicales como
el aguacate y el mango; en fin, un pequeño paraíso que ha atraído a muchos centroeuropeos
como lugar de descanso. De hecho, al igual que sucede en Málaga, veo algunos
carteles en inglés y alemán. En realidad, más que integrarse con la población
local constituyen pequeños guetos en
los que reproducen las costumbres de sus países de origen. Se ve que eso de la
interculturalidad es un desafío que nos sigue costando a los humanos. Siempre
preferimos la seguridad de la tribu. Por lo menos, se vive de manera pacífica,
que no es poco. Las pensiones de los jubilados alemanes les permiten una vida
muy confortable junto a la frontera sur de Europa. Mientras unos vienen del
norte a disfrutar del sol, la playa y la buena comida, otros vienen del sur (de
África) imaginando que Europa es la Arcadia feliz. Son capaces de arriesgar su
vida en frágiles pateras con tal de huir del hambre, el desempleo y la
persecución que sufren en sus países. Me
hace pensar este contraste entre los jubilados alemanes y los jóvenes senegaleses,
por ejemplo. Por razones diversas, todos quieren fijar su morada en esta
Andalucía bendita.
Hacía tiempo que
no acompañaba a un grupo de laicos en un retiro. Me sorprende su simpatía y su excelente
disposición. Todos vienen con su biblia. Es la hoja de ruta para nuestro
camino. Mientras yo presento el plan para este fin de semana, ellos piensan en
el hijo pequeño al que han dejado en casa con 40 de fiebre, en un compañero que
se ha hecho un esguince y en los compromisos profesionales que les aguardan el
lunes. Es lógico. La espiritualidad laical se nutre de las pequeñas experiencias
que conforman la vida cotidiana. El desafío es aprender a descubrir la
presencia de Dios en medio de esas batallas. Es verdad que el silencio es
importante. Es verdad que hay que dedicar tiempo a la oración y a la escucha,
pero como lo hace alguien que ha recibido el don de vivir inmerso en las
realidades seculares. Los laicos no son mini-monjes que se esfuerzan por vivir
una especie de vida monástica a contrapelo de su ritmo familiar y laboral. Son cristianos
–la inmensa mayoría– que siguen a Jesús como pudo hacerlo Lázaro de Betania o José
de Arimatea, seguidores en medio del mundo, tratando de ser sal y luz junto a
sus compañeros de camino. Tendremos ocasión de profundizar estas cosas con
calma durante estos días.
Conn reflexiones como esta de hoy, se nutre la ESPERANZA. Abeazos
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