domingo, 18 de noviembre de 2018

Está cerca la primavera

Ayer participé en el cumpleaños de una señora que cumplía un siglo de vida. Celebramos la Eucaristía, le entregamos varios regalos y dimos gracias a Dios por una existencia tan dilatada como la suya en medio de muchas pruebas. Nació cuando terminaba la Gran Guerra, vivió la Guerra civil española y los duros años de la postguerra y entró en el siglo XXI con más de 80 años. No está dicho que para vivir mucho haya que hacerlo en condiciones fáciles. Hoy muchas personas no saben si vivirán mucho tiempo. Tienen miedo al futuro. La ciencia nos presenta desafíos enormes en el campo de la ingeniería genética, la nanotecnología, la inteligencia artificial, la astronomía, la física, la bioquímica, etc. No sabemos hasta dónde podemos llegar ni qué consecuencias va a tener este enorme desarrollo en la especie humana. Todo avance científico es ambiguo: proporciona elementos de progreso y también armas de destrucción. Nos faltan criterios éticos y jurídicos para afrontar un futuro tan retador. Para algunos, estamos a las puertas del “fin del mundo”; otros consideran, más bien, que estamos terminando “este” mundo, al mismo tiempo que nos adentramos en otro desconocido. ¿Cómo iluminar esta situación desde la Palabra de Dios?

Las lecturas de este XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, el penúltimo del año litúrgico, pertenecen al género apocalíptico. No se pueden entender literalmente (como hacen muchas sectas protestantes). Necesitamos conocer el contexto histórico en el que se escriben y los símbolos que se utilizan. Lo que importa es captar el mensaje de fondo. Cuando se escribe el Evangelio de Marcos, los cristianos están angustiados por los síntomas de disolución que se observan en el imperio romano; por eso, el Evangelio pone en labios de Jesús un mensaje de esperanza. Pueden suceder muchas cosas (que se oscurezcan el sol y la luna y que haya guerras y cataclismos), pero nada de esto significa el final. Solo el Padre sabe cuándo será. Mientras tanto, nosotros tenemos que interpretar positivamente estos signos. La alusión a la higuera nos habla de la inminencia de la primavera y el verano (es decir, de dos estaciones de vida y cosecha). El cristiano nunca tendría que temer el futuro, como si la historia se le fuese a escapar a Dios de las manos. No caminamos hacia el fracaso de la historia sino hacia su culminación. La seguridad de que el final le pertenece a Dios arroja esperanza sobre las etapas intermedias, por ambiguas e inciertas que puedan parecer, y nos permite interpretar los signos de vida que siempre se están produciendo.

En este caminar hacia la plenitud, la preocupación por los últimos es signo claro de que caminamos en la dirección correcta. Precisamente hoy, la Iglesia celebra la II Jornada Mundial de los Pobres. El papa Francisco es muy sensible a la realidad de los millones de personas que viven en los bordes del camino de la vida y a quienes ni siquiera vemos. El Papa se muestra muy crítico con un tipo de asistencialismo que da cosas, pero no escucha el grito de los pobres: “Lo que necesitamos es el silencio de la escucha para poder reconocer su voz. Si somos nosotros los que hablamos mucho, no lograremos escucharlos. A menudo me temo que tantas iniciativas, aun siendo meritorias y necesarias, están dirigidas más a complacernos a nosotros mismos que a acoger el clamor del pobre. En tal caso, cuando los pobres hacen sentir su voz, la reacción no es coherente, no es capaz de sintonizar con su condición. Estamos tan atrapados por una cultura que obliga a mirarse al espejo y a preocuparse excesivamente de sí mismo, que pensamos que basta con un gesto de altruismo para quedarnos satisfechos, sin tener que comprometernos directamente”. 

Después explica cuál es el sentido de una jornada como ésta, que se lleva celebrando apenas un par de años: “La Jornada Mundial de los Pobres pretende ser una pequeña respuesta que la Iglesia entera, extendida por el mundo, dirige a los pobres de todo tipo y de cualquier lugar para que no piensen que su grito se ha perdido en el vacío. Probablemente es como una gota de agua en el desierto de la pobreza; y sin embargo puede ser un signo de cercanía para cuantos pasan necesidad, para que sientan la presencia activa de un hermano o una hermana. Lo que no necesitan los pobres es un acto de delegación, sino el compromiso personal de aquellos que escuchan su clamor”. Es suficiente para ayudarnos a despertar de nuestro letargo.

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