lunes, 19 de noviembre de 2018

A fuego lento

Cuando conduzco solo durante muchos kilómetros me da tiempo a observar y pensar. Ayer, mientras recorría los campos y sierras de Castilla, disfruté con los colores del otoño y la lluvia persistente. En ocasiones, los limpiaparabrisas no daban abasto para desalojar el agua furiosa que rompía contra los cristales. Al sonido de las gotas se añadían los Stradivarius que sonaban en un concierto de Radio Clásica. Con esta grata compañía, fui repasando lo vivido en un fin de semana emocionalmente intenso. ¿Qué es lo que uno puede hacer cuando se enfrenta a situaciones que parecen insolubles? ¿Cómo se abordan los problemas de la vida cotidiana? A veces, con un poco de buena voluntad, diálogo e imaginación, se encuentran soluciones. Otras veces, sin embargo, parece que todo se encalla. No se ve ninguna salida. Podemos perder los nervios, desanimarnos y hasta reaccionar con agresividad. Estoy convencido de que, en circunstancias semejantes, lo mejor que podemos hacer es ser auténticos y esperar con paciencia. No siempre las respuestas mejores están al alcance de la mano. Decía santa Teresa de Ávila que “la paciencia todo lo alcanza”. Me temo que ésta –la paciencia– no es una virtud muy valorada en la actualidad. Nos hemos vuelto tan ansiosos e impacientes que cualquier espera, por breve que sea, se nos antoja insoportable. Y, sin embargo, las mejores cosas se cuecen “a fuego lento”.

Casi por deformación profesional, soy muy sensible a todos aquellos aspectos que no están de moda. Hoy se valora a las personas rápidas, eficientes, a aquellas que parecen estar siempre corriendo, como si les fuera la vida en todo lo que hacen. Constituyen el reflejo de una cultura que ha hecho del “deprisa, deprisa” su lema favorito. Todo cambia a velocidades vertiginosas. Alguien nos ha seducido con el mensaje de que hay que estar a la última para no llegar tarde a no se sabe dónde. Esta manipulación psicológica está a la base del consumismo que nos devora. Como todo cambia muy rápido, hay que adquirir lo último. En este contexto, no me extraña que haya personas que griten: “Más despacio, por favor”. No estoy reivindicando la cultura de la tortuga. Por temperamento tiendo a ser rápido. Me agobian los discursos prolijos. Me cuesta soportar a las personas que se enrollan para comunicar ideas sencillas. Procuro ir siempre al grano. Pero esto no significa que defienda la falsa aceleración en la que viven muchas personas. Estoy convencido de que los procesos de transformación personal son lentos. ¡Y no digamos los itinerarios de fe! Temo a los conversos que, de la noche a la mañana, pasan de la increencia a la fe con un entusiasmo desbordante. Con la misma velocidad pueden pasar otra vez de la fe a la increencia. He conocido varios casos. Hoy se comen el mundo y miran a los demás como pobres criaturas. Mañana engrosan con igual furia las filas de los desencantados y resentidos. Por lo general, la vida de fe, así como las relaciones personales, se van haciendo “a fuego lento”. No es que quiera hacer publicidad del himno de Rosana, pero sí de la “lentitud” a la que alude.

No es posible creer en Dios sin paciencia. A Dios tampoco le debe resultar fácil “creer” en nosotros (es decir, amarnos) sin una infinita paciencia. Ya dice la Biblia que “el Señor es paciente y misericordioso” (Sal 103,8). Y san Pablo, en el famoso himno a la caridad, comienza diciendo que “el amor es paciente” (1 Cor 13,4). La capacidad de respetar los ritmos de los demás y los propios es una muestra clara de amor. Se suele decir que las plantas no crecen más deprisa porque uno tire de sus hojas. Lo mismo sucede con las personas. Quienes tienen responsabilidades educativas (padres, profesores, tutores, evangelizadores) tienden a perder los nervios cuando las personas a su cargo no maduran a la velocidad que a ellos les gustaría. 

Quizás una buena terapia contra esta enfermedad de las prisas y la ansiedad sea adiestrarse en preparar platos “a fuego lento”. He escuchado a algunos cocineros decir que los alimentos saben mejor si se preparan con amor. Siempre me ha llamado la atención este maridaje entre comida y amor, pero tal vez encierra una sabiduría que necesitamos para afrontar las prisas de la vida. El amor se expresa en la paciencia para permitir que las cosas se cocinen en el tiempo necesario. Lo dicho: la terapia del “fuego lento” puede resultar imprescindible en tiempos de cocinas de vitrocerámica y de inducción y de microondas rápidos.

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