jueves, 2 de marzo de 2017

Vivir la interculturalidad

Formo parte de una comunidad compuesta por 30 personas provenientes de 15 países distintos. Nuestra lengua común es el italiano, pero a menudo hablamos en español, inglés, francés y otros idiomas. Comemos comida italiana, lo que no obsta para que de vez en cuando aparezcan en la mesa otros productos: condimentos picantes de la India, mate argentino, dulces filipinos, chorizo y turrón de España... El hecho de convivir personas de diversas proveniencias es un hecho neutro, una expresión del multiculturalismo que caracteriza hoy a la vida religiosa y también al mundo globalizado. Puede ser enriquecedor o frustrante, fuente de crecimiento u ocasión de conductas regresivas. Depende de cómo se acepte el hecho y, sobre todo, de cómo se maneje el proceso de integración.

La mayoría de nuestras ciudades europeas son también multiculturales y multiétnicas. Vivimos tiempos de mezclas. Es verdad que hay grupos humanos (desde familias a naciones enteras) que reivindican sus señas particulares con pasión, pero no es fácil poner límites y señalar fronteras, decir dónde termina lo mío y dónde empieza lo del otro. Los nacionalismos excluyentes parecen tenerlo claro, pero la realidad es mucho más compleja. Las identidades son cambiantes y flexibles, se combinan de diferentes modos creando nuevas síntesis que asumen lo mejor de las precedentes. Hoy se insiste mucho –sobre todo, en el ámbito de la vida religiosa– en que no debemos contentarnos con aceptar el hecho de que procedemos de culturas diversas (multiculturalidad) sino que tenemos que caminar hacia un diálogo cultural que nos enriquezca a todos (interculturalidad). El desafío puede sonar atractivo y hasta imprescindible, pero no es nada fácil. Partiendo de mi limitada experiencia, se me ha ocurrido escribir este


DÉCALOGO DE UNA COMUNIDAD INTERCULTURAL
(Úsese con moderación y buen humor)

    1. Amaré mi cultura de origen y procuraré conocerla bien para valorarla y, al mismo tiempo, relativizarla, consciente de que yo soy más que el país en el que nací, la lengua que hablo, las relaciones que me configuran y el ambiente en el que me he formado.
      2. No haré de mi cultura un ídolo ni reivindicaré constantemente “lo mío” (estilo de comida, hábitos, tradiciones, etc.). En consecuencia, no justificaré por razones culturales mis desajustes personales o simplemente mis gustos, manías y conductas inapropiadas. 
      3. Haré atractiva mi cultura para otras personas compartiendo con espontaneidad mis valores y tradiciones, pero evitando repetir una y otra vez lo maravillosa que es, lo infravalorada que está o lo superior que resulta con respecto a otras. 
      4. Me abriré cuanto antes a otras culturas distintas de la mía –en especial a la del país y contexto en el que vivo– porque sé que solo en la apertura aprendo a encontrarme conmigo mismo y con los demás y porque reconozco que Dios nos ha enriquecido con una gran variedad de expresiones culturales. 
      5. Procuraré aprender bien la lengua y las costumbres del lugar al que soy destinado porque es el modo mejor de entrar en el alma de un pueblo. No me contentaré con salir al paso a base de un lenguaje elemental. Buscaré la excelencia, sabiendo, no obstante, que una lengua tampoco es un ídolo al que deba sacrificar todo mi tiempo y mis energías. 
      6. Antepondré siempre los valores claretianos comunes –libremente profesados– a los legítimos rasgos de mi cultura que, en cierto sentido, “he dejado” (como he dejado mi familia o mi profesión) para abrazar la vida religiosa. 
      7. Me ejercitaré en aquellas actitudes que favorecen una vida comunitaria intercultural: respeto a las personas, escucha, humildad en la exposición de mis puntos de vista, espíritu de servicio, deseo de aprender… y sentido del humor para relativizar los problemas. 
      8. Aumentaré el tiempo dedicado a conocer y conversar con los hermanos de la propia comunidad y reduciré el tiempo dedicado a comunicarme con mis familiares y amigos de mi país (a través de Skype, redes sociales o teléfono móvil).
      9. Buscaré cómo enriquecer la vida en común (oración, trabajo, reuniones, apostolado, juegos) tomando lo mejor de las culturas representadas en la comunidad, sabiendo que el lugar en el que vivimos actúa de matriz de todas. 
      10. Relativizaré los problemas que encuentre en el camino, procuraré abordarlos como desafíos para crecer personalmente y no haré de ellos armas arrojadizas contra los demás u ocasión para refugiarme en el papel de víctima cultural.
      Una comunidad religiosa interculural es un pequeño laboratorio en el que se ensayan fórmulas de vida que, salvadas las diferencias, pueden ser útiles en otros ámbitos (familiares, sociales, etc.). No está escrito el guion. Cada día hay que estar agradeciendo los logros y pidiendo perdón por los errores. Por eso, las comunidades interculturales son también escuelas de espiritualidad, porque ponen a prueba nuestras convicciones, exigen una continua purificación de actitudes y nos empujan a ensayar nuevas destrezas. Apurando un poco la simbología, se podria decir que una comunidad intercultural es una Cuaresma permanente, una oportunidad de conversión y un tiempo de camino.


      1 comentario:

      1. Gracias Gonzalo, buen decálogo y para tener en cuenta el subtítulo. También es válido para los seglares que te seguimos, ya que nos movemos, muchos, en familias interculturales y en ambientes interculturales.

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