miércoles, 2 de abril de 2025

Sacerdote para siempre


La entrada del pasado lunes ha tenido más visitas de lo normal. Se ve que el tema de los “curas rotos” nos toca de cerca. Después de haberla escrito, me di cuenta de que me había dejado cosas importantes en el tintero. El corto espacio de una entrada no permite muchos matices. Aprovecho la de hoy para añadir algo que considero esencial. Un sacerdote, por muy “roto” que esté, es siempre un consagrado del Señor al servicio de su pueblo. El hecho de que en algunas ocasiones deje el ejercicio del ministerio no significa que pueda borrar de un plumazo el carácter impreso por la ordenación. 

El Catecismo de la Iglesia Católica lo explica así: “Como en el caso del Bautismo y de la Confirmación, esta participación en la misión de Cristo es concedida de una vez para siempre. El sacramento del Orden confiere también un carácter espiritual indeleble y no puede ser reiterado ni ser conferido para un tiempo determinado” (n. 1582). Y añade: “Un sujeto válidamente ordenado puede ciertamente, por causas graves, ser liberado de las obligaciones y las funciones vinculadas a la ordenación, o se le puede impedir ejercerlas, pero no puede convertirse de nuevo en laico en sentido estricto porque el carácter impreso por la ordenación es para siempre. La vocación y la misión recibidas el día de su ordenación, lo marcan de manera permanente” (n. 1583). 

Son palabras graves que nos hablan de una realidad objetiva que va más allá de las decisiones del sujeto, de su estado de ánimo o de sus cambiantes circunstancias vitales.


Naturalmente, esta consagración no lo convierte en un superhombre, en alguien por encima de los demás (clericalismo) o en un tipo inmune a la fragilidad. El mismo Catecismo lo explica así: “Esta presencia de Cristo en el ministro no debe ser entendida como si éste estuviese exento de todas las flaquezas humanas, del afán de poder, de errores, es decir, del pecado. No todos los actos del ministro son garantizados de la misma manera por la fuerza del Espíritu Santo. Mientras que en los sacramentos esta garantía es dada de modo que ni siquiera el pecado del ministro puede impedir el fruto de la gracia, existen muchos otros actos en que la condición humana del ministro deja huellas que no son siempre el signo de la fidelidad al evangelio y que pueden dañar, por consiguiente, a la fecundidad apostólica de la Iglesia” (n. 1550). 

La distinción es clara y necesaria para evitar equívocos. Por eso, es esencial ser conscientes del don recibido (para agradecerlo y ponerlo al servicio de los demás) y de la propia fragilidad (para aceptarla con humildad y trabajarla a fondo).


Escribo estas cosas en el día en que celebramos el vigésimo aniversario de la muerte de san Juan Pablo II. Entonces yo vivía en Roma. Recuerdo muy bien aquel 2 de abril de 2005 y el impacto que su muerte produjo en millones de personas. No es ahora el momento de trazar un perfil biográfico de Juan Pablo II y mucho menos de esbozar un apunte crítico de su persona y su pontificado. Lo harán con más objetividad los historiadores del futuro. Creo que ha pasado muy poco tiempo para tener la perspectiva justa y, por lo tanto, para no caer en el panegírico apresurado o en la crítica fácil. Me limito a subrayar dos hechos. 

El primero tiene que ver con el río constante de personas que fluye hacia su tumba en el flanco derecho de la basílica de san Pedro de Roma y en la capilla lateral dedicada a su memoria que se abrió en noviembre de 2022 en la catedral de la Almudena de Madrid. Lo compruebo cada vez que paso por ella. Algo querrá decir este magnetismo sostenido en el tiempo.

El segundo se refiere a la impresión que me causó la persona de san Juan Pablo II las veces que lo vi de cerca o que tuve la oportunidad de saludarlo. La primera fue el año 1982, a los pocos meses del atentado que sufrió el 13 de mayo de 1981. Fue en un Congreso de Pneumatología celebrado en el Aula de los Obispos del Vaticano. Luego tuve la oportunidad de concelebrar la Eucaristía con él en varias ocasiones en su capilla privada y de saludarlo más veces en Roma y en Madrid. Puede sonar exagerado, pero no recuerdo haber encontrado nunca una persona que emanara un “aura” de santidad como me parecía percibir en él, sobre todo cuando lo veía arrodillado en el reclinatorio de su capilla. Algo querrá decir esta sensación indescriptible


2 comentarios:

  1. ¡Q suerte! Como me hubiera gustado conocerle. O simplemente verle. Y ver su aura de Santidad. Creo que muchos lo echamos de menos. Q nos bendiga desde el Cielo. Amén.

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  2. Recordar a Juan Pablo II, nos hace bien… Y, en este caso, recordarlo a través tuyo que estuviste en contacto personal con él, consigues que recordemos y valoremos más, su profunda espiritualidad.
    Va bien que nos recuerdes los sacramentos que “imprimen carácter”… Unos años se estudiaba en el catecismo, luego se ha olvidado… Me pregunto si fuéramos más conscientes de ello, los que hemos recibido el Bautismo y la Confirmación, seguramente viviríamos, nuestra fe, con más profundidad.
    Gracias Gonzalo por ayudarnos a ser más conscientes de lo que representa la Iglesia y por mostrarnos sus “luces y oscuridades”.

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