
El sol de la mañana es solo una ilusión frente al temporal de la tarde. Este año el tiempo meteorológico se acompasa con el tiempo litúrgico. Cuando celebremos la muerte de Jesús no se romperá el velo del Templo ni habrá terremotos, pero leeremos el relato de san Juan bendecidos por la lluvia. Puestos en pie, cubiertos por la bóveda de piedra que se interpone entre las nubes y la asamblea, escucharemos con respeto y quizá con emoción una historia que sabemos desde niños. Es probable que este año nos impresione algún detalle que otras veces pasó desapercibido.
No asistiremos a la condena de un malhechor, sino a la entronización de un rey. El cadalso de la cruz se convertirá en trono. Entonces comprenderemos cómo es el Dios en el que creemos. No es un Ser supremo que nos ahorra el trance del sufrimiento y la muerte, sino el Padre que nos acompaña con la fuerza de su Espíritu y nos espera al otro lado con los brazos abiertos.

Ayer vi por televisión el traslado del Santísimo Cristo de la Buena Muerte y Ánimas izado a pulso por trece legionarios. La devoción popular inventa ritos que llegan al corazón. No me extraña que la gente se emocione. Los mismos que desfilaron marcialmente visitaron luego un hospital de niños enfermos de cáncer. Los legionarios comprendieron bien que el sufrimiento de Cristo se prolonga y se actualiza en los muchos cristos que viven a diario su viernes santo. Liturgia, devoción, arte y vida se dan la mano.
Vivir el Viernes Santo litúrgico con profundidad, con belleza, con esperanza, nos ayuda a vivir los muchos viernes santos que nos aguardan: muerte de seres queridos, enfermedades, fracasos, traiciones, resentimientos, abandonos, soledades y, a la postre, nuestra propia muerte. Cada Viernes Santo, acompañando al Cristo que muere, ensayamos nuestra muerte. Aprendemos de él cómo afrontar el “abandono de Dios” y de los hombres y la confianza suprema en el Dios de la vida: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Aprendemos a perdonar y a encomendar. Sin Viernes Santo, no sabríamos cómo encarar el final sin hundirnos en el abismo del sinsentido.

La liturgia de hoy es sobria, casi árida, como si la Iglesia nos hiciera probar en nuestras carnes este desierto para gozar con más exultación de la alegría de la Pascua. Escucharemos la Palabra, adoraremos la cruz y comulgaremos el Cuerpo de Cristo consagrado en la Eucaristía de ayer. Y luego regresaremos a casa en silencio, por más que desde hace muchos años la vida social continúa en las calles como si tal cosa, como si nada hubiera sucedido. Muere Jesús y seguimos tomándonos una cerveza. Pareciera que su vida y la nuestra no se tocan. Cada uno va por su camino.
Y, sin embargo, no faltan las personas que se recogen en el silencio de la oración, que toman el serio el ayuno y que hacen de los ritos (incluidas las procesiones) el lenguaje del corazón. Cada uno tenemos nuestra forma personalísima de unirnos al Cristo que muere, de vivir el duelo por su ausencia. Lo que importa es no dejar que el Misterio nos resbale como si fuera una obra de teatro que llega a su fin cuando cae el telón. The end.
Gracias por tus palabras: “Cada uno tenemos nuestra forma personalísima de unirnos al Cristo que muere, de vivir el duelo por su ausencia”…
ResponderEliminarGracias Gonzalo por acompañarnos con tus reflexiones que me ayudan a encontrar sentido en situaciones difíciles… Esta vez, acompañando el duelo de unos amigos, después de una trayectoria difícil para todos.