jueves, 10 de abril de 2025

Torres ilusorias


El sol romano ha dado paso a una suave lluvia de primavera. Me entero de que ayer el papa Francisco recibió por sorpresa, durante veinte minutos, a los reyes Carlos y Camilla, que se encuentran en visita oficial en Roma. Es una señal de que su recuperación prosigue a buen ritmo, casi como el trabajo de nuestra comisión. El Barça funde al Dortmund con una convincente goleada, mientras el Real Madrid sueña con una casi imposible remontada. 

El fútbol es una parábola de la vida. Hoy estás en la cúspide y mañana muerdes el polvo. Hay un himno litúrgico de Cuaresma que acentúa estos contrastes: “¿Altivez? ¿Honores? Torres ilusorias / que el tiempo derrumba. / Es coronamiento de todas las glorias / un rincón de tumba. / ¡No me des siquiera coronas mortuorias!”. Los honores que recibimos en esta vida son siempre “torres ilusorias que el tiempo derrumba”. La última estrofa del himno es todavía más osada: “Yo quiero la joya de penas divinas / que rasga las sienes. / Es para las almas que tú predestinas. / Solo tú la tienes. / ¡Si me das coronas, dámelas de espinas!”.


Es fácil despachar estos versos diciendo que reflejan una imagen sombría de la vida que no ha sido pasada por el filtro del evangelio, pero conviene no precipitarse. Ponen de relieve, con la belleza y el desgarro de la poesía, una verdad como un templo: que los éxitos humanos son siempre efímeros y que lo único que permanece es el sufrimiento de no satisfacer los deseos de plenitud que anidan en nosotros. No es necesario salpicar de ejemplos esta afirmación. A menudo, personas que van de “sobradas” por la vida, debido a la holgura de sus cuentas bancarias y de su fama, acaban cayendo como torres de naipes por un revés económico, una traición afectiva o una mala gestión. Y personas que se abren camino a base de esfuerzo, de luchas cotidianas, mantienen el ritmo de la existencia con esperanza. 

Los grandes escritores del barroco eran expertos en explorar estos contrastes. Hoy, emborrachados por el deseo de éxito continuo, nos venimos fácilmente abajo cuando algo se tuerce. Me dicen algunos amigos míos, profesores de colegios e institutos, que son frecuentes entre los niños y los adolescentes los ataques de ansiedad. No estamos preparados para que las cosas no salgan como a nosotros nos gustaría. No todo se puede conseguir a golpe de clic.


No es fácil encontrar cristianos de hoy que sepan apreciar el valor de “la joya de penas divinas”. Nos han repetido tanto que estamos llamados a ser felices, a disfrutar de la vida, que el evangelio es fuente de alegría, que asociamos cualquier sufrimiento a la infelicidad. Huimos de las penas como del mismo diablo. Y, sin embargo, hay “penas divinas” que no proceden de un mal funcionamiento psíquico o de una actitud negativa ante la vida, sino que son expresión de amor. Amar duele. Compartir los sufrimientos de otras personas duele. Abrazar los sacrificios de la vida duele. Trabajar sin dejarse llevar del estado de ánimo duele. Perdonar duele. Luchas contra los propios defectos duele. Asumir el peso de la vida duele. 

Por eso, la Cuaresma nos recuerda que debemos aprender “el arte del dolor”, pero no como una mera disciplina ascética y voluntarista, sino como una verdadera participación en la pasión de Cristo, que sigue sufriendo en nosotros. Es un dolor henchido de resurrección, abierto a la esperanza, pero consciente de la fractura del mundo y de nuestra propia fragilidad. Aceptarlo nos ayuda a afrontar el misterio de la vida sin perder los papeles, con una resiliencia redimida.

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