
Desde mi ventana contemplo el pequeño jardín de la curia general de los claretianos, un extremo de la inmensa basílica del Corazón de María y una pequeña parte de la piazza Euclide. Cuando pienso en los dieciocho años que he pasado en esta casa se me amontonan los recuerdos, pero sin ningún tipo de nostalgia. Cada experiencia tuvo su espacio y su tiempo. Dejó su huella, pero lo que importa ahora es seguir viviendo el presente y preparar el futuro. A diferencia de otros conocidos míos, que se quedaron encandilados de Roma y como atados a ella, yo me despedí con gratitud, pero sin ningún apego. Más aún, me alegro de haberme sacudido la pátina de esta vieja ciudad, hermosa y decadente a un tiempo.
Lo que más me gusta de estos días no es volver a visitar los monumentos (aunque tengo curiosidad por ver algunas obras de renovación realizadas con motivo del Jubileo), sino experimentar el placer de “trabajar con otros”, de hacer una tarea en equipo. Aunque los más críticos ironicen sobre este método de trabajo alegando que “un camello es un caballo diseñado por una comisión”, yo casi siempre he disfrutado de él. No me atrevo a decir siempre porque también he tenido experiencias insatisfactorias. Naturalmente, el éxito depende de las cualidades y actitudes de los miembros del equipo y del método de trabajo.

Me encuentro como pez en el agua trabajando con mis cinco compañeros de un grupo internacional: un peruano, un hondureño, un nigeriano, un filipino y un español. Todos son competentes, dialogantes y flexibles. Eso permite un enriquecimiento constante. Es verdad que a veces se necesitan algunos conflictos para que se abra paso la creatividad, pero prefiero que no se prodiguen demasiado. Me gustan más los facilitadores que los complicadores.
El trabajo de equipo no suele tener la coherencia y la elegancia de un trabajo individual, pero, a cambio, integra más dimensiones y lima las aristas demasiado personales. También se le puede aplicar el socorrido proverbio africano: “Si quieres llegar rápido, camina solo, pero, si quieres llegar lejos, camina en grupo”. Aquí no se trata de una carrera de galgos, sino, más bien, de una prueba de resistencia. Si además el trabajo está aderezado con ocurrencias chispeantes, risas frecuentes y algunos momentos de svago, miel sobre hojuelas.

Hoy vivimos tiempos de individualismo rampante. A muchas personas no les gusta el trabajo en equipo porque mortifica sus puntos de vista y exige una ascética para la que no están preparados. Prefieren inspirarse en un proverbio castellano resueltamente egocéntrico y asilvestrado: “Buey suelto, bien se lame”. Tiene que haber un poco de todo en la viña del Señor, pero estoy convencido de que las obras bien articuladas y sostenidas en el tiempo requieren el trabajo en equipo.
Esto exige una clara idea rectora y un liderazgo que sea capaz de involucrar a todos los miembros y extraer de ellos lo mejor. Implica también exorcizar los demonios de la envidia, el narcisismo y las prisas. Los frutos no suelen producirse a corto plazo, sino después de un cultivo paciente. En eso estamos.
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