Ayer tuve la
oportunidad de visitar una vez más la basílica de la Sagrada Familia de Barcelona. Tras una breve entrevista con el
presidente del Patronato, hice un recorrido en compañía de Jerónimo, el joven arquitecto encargado de
la construcción de la gran cruz de Jesucristo. Es uno de los doce arquitectos
que forman equipo con Jordi Faulí i
Oller. Sus explicaciones, claras y precisas, me ayudaron a entender
mejor las claves que explican la genial obra de Antoni Gaudí.
Con un plano en la mano, me fue mostrando detalles que, para un arquitecto
frustrado como yo, fueron una delicia. Mientras recorríamos las naves
de la inmensa basílica, contemplé el vaivén de algunos de los entre 15.000 y
16.000 visitantes que cada día llegan a este lugar. Es, de hecho, el monumento
religioso más visitado de toda Europa. Con la gracia de Dios, las aportaciones de tantas personas (el
billete de adulto cuesta 18 euros) y los continuos avances tecnológicos, será
posible rematar el proyecto en 2026, coincidiendo con el centenario de la
muerte de Gaudí.
Es difícil
explicar lo que uno siente cuando contempla una obra como la Sagrada Familia.
Ya sé que tiene sus detractores. Sin ir más lejos, el concejal de Arquitectura
del Ayuntamiento de Barcelona llegó a calificarla de “mona
de Pascua gigante”. Comprendo que a algunos no les guste, tanto por
motivos estéticos como de otra índole. Pero yo me cuento entre sus admiradores.
De vez en cuando, los seres humanos necesitamos hacer cosas que rompan la
barrera de lo ordinario, que estén a caballo entre la genialidad y la locura,
que nos abran a otro mundo. La
Sagrada Familia lo consigue. Jerónimo, el joven arquitecto que me acompañó, me recordó
las tres fuentes de inspiración de Gaudí: la Biblia, la naturaleza y la
liturgia. Sin ellas, no se entiende este complejo conjunto sobrecargado de
símbolos. Gaudí quiso meter la naturaleza dentro (de ahí el bosque de 52 columnas
que recorren las naves) y sacar los retablos fuera. Las tres grandes fachadas
(del Nacimiento, de la Pasión y de la Gloria) son provocaciones para quien pase
frente a ellas. Es como si Gaudí quisiera decir a los transeúntes: “¿No quieres entrar en un recinto religioso?
No te preocupes, yo te muestro el Misterio a través de estos libros de piedra.
Dios sale a la calle”.
La fachada del Nacimiento
da al Este. Recibe el primer sol de la mañana. Transmite belleza, alegría, ganas
de vivir, humanidad, sentido. Es un canto a la vida que nace encarnada en el
niño Jesús. Por la noche es iluminada con una luz cálida, anaranjada. La
fachada de la Pasión da al Oeste. El escultor Josep
Maria Subirachs, agnóstico, supo aportar al diseño de Gaudí toda la amargura que produce
la pasión y muerte de Cristo. La piedra gris y la luz blanca nocturna crean una
atmósfera de vacío y dolor. La fachada de la Gloria está todavía en construcción. Se orienta
al Sur. Recibe el sol de mediodía. Como en algunas catedrales francesas y alemanas,
será una representación en piedra del Juicio Final. El triunfo de Cristo
arrojará luz sobre el drama de la existencia humana. En la parte Norte no hay
fachada ni puerta. Es la zona del ábside, pero sobre él se yergue la torre de
la Virgen María, sin cuyo sí, Cristo
no se hubiera encarnado. El viandante (peregrino, turista o curioso) que
recorre el perímetro de la basílica se encuentra con la partitura de la
existencia humana. Se habla de nacimiento, de dolor, de muerte y de gloria.
Pero todas estas notas solo adquieren sentido cuando se interpretan desde la
clave de Jesús, cuya torre central (la más alta de las 18 que componen la
cresta de la basílica) se alzará 172,5 metros sobre el nivel del mar, un poco menos que la montaña de Montjuic
(173 metros), para mostrar así que la obra humana no puede competir con la obra de
la naturaleza. Cuestión de símbolos una vez más.
“La belleza salvará al mundo”. Contemplando la Sagrada Familia de
Barcelona, tuve la impresión de que Dostoievski tenía razón. Los 4,5 millones
de personas que visitan cada año la basílica hacen un curso acelerado de arte y
de fe. Se dejan embriagar por la belleza de la luz y de la piedra, por la sinfonía
de formas y colores. Estoy seguro de que muchos sienten un estremecimiento litúrgico
que los transporta más allá de las
preocupaciones ordinarias para descubrir que Dios ha decidido hacerse el
encontradizo en el más acá de nuestra
existencia. Todo es armonía en este templo: dentro-fuera, luz-oscuridad,
naturaleza-historia, Dios-hombre. Quien se sienta siempre tentado de romperla,
hará bien en pasearse por sus naves y dejarse curar. Yo lo hice ayer y salí reanimado. ¡Y eso que era la sexta o séptima vez que visitaba el recinto!
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