Hoy tendría que
escribir algo sobre uno de los pocos santos africanos canonizados: san Carlos Lwanga,
mártir ugandés, patrón de los jóvenes cristianos de África. He visitado hace años la Basílica
de los Mártires de Uganda que guarda los restos de quienes fueron martirizados por orden del rey de Buganda Mwanga II en 1886. Recordando su valiente testimonio, he sentido una profunda emoción. Podría
también escribir sobre la final
de la Champions League que se
jugará esta noche en Cardiff entre la Juventus de Turín y el Real Madrid. Estoy seguro de que
muchos aficionados no hablan hoy de otra cosa. Por último, debería decir algo
sobre la fiesta de Pentecostés, pero eso lo dejaré para mañana. Después de
sopesar los diversas temas, me he inclinado por otro que no tiene que ver
directamente con la actualidad de este primer sábado de junio, pero sí con un
rasgo típico de nuestro tiempo. Me refiero a la costumbre de no discutir sino de repudiar o jalear.
Hay tres campos
donde las filias y las fobias sustituyen a la verdadera discusión: el deporte,
la política y la religión. En el deporte es evidente la fogosidad. Lo que hace
el propio equipo siempre se defiende. Lo que hace el rival se critica a muerte.
Casi no importa lo que suceda en el terreno de juego. Uno ve lo que quiere ver. Ya no hay aficionados
sino fanáticos; es decir, personas que no ven un partido de fútbol, por ejemplo,
sino una especie de batalla campal en la que los equipos se convierten en
sustitutos de los ejércitos. A veces, un equipo es mucho más que un club: es visto como el símbolo de una nación, el portaestandarte de los propios sueños, el sumo sacerdote de unos ritos atávicos que toda tribu necesita hacer a sus ídolos. Otras veces, los equipos compensan con sus victorias deportivas los escasos logros de un pueblo en el campo científico, técnico, artístico o económico.
La política nos tiene acostumbrados a espectáculos parecidos. Se invoca casi
siempre la búsqueda del bien común pero, a la postre, lo que importa es
defender los colores de la propia formación, aun cuando representen posturas
absurdas, unilaterales o dañinas. Se suele hablar de la “disciplina de partido”.
Si los asuntos están teñidos de nacionalismo, entonces la irracionalidad suele alcanzar
cotas esperpénticas. Cuesta colocar sobre la mesa todos los aspectos de un
asunto para estudiarlo de manera racional y eficaz. Si uno es de derechas, se
supone que tiene que ver las cosas siempre de la misma manera. Si es de
izquierdas, debe ser también “de piñón fijo”, por aquello de la coherencia. ¡Qué
difícil es encontrar a una persona capaz de discutir sobre un asunto
argumentando de la manera más objetiva posible y no repitiendo los clichés de
su bancada! Parece que lo que importa no es acercarnos a la verdad de las cosas
sino desacreditar la postura ajena apelando a una mezcla de sentimientos,
deformaciones históricas, maximalismos ridículos, sofismas y chantajes de todo
tipo.
¿Qué decir de la
religión? Si uno se atreve a leer los comentarios que los lectores suelen hacer
a las noticias de tipo religioso en los periódicos digitales, lo más probable
es que acabe enojado. Por cada argumento sensato (a favor o en contra), se da una
avalancha de estupideces que no hace sino amontonar tópicos nunca sometidos a
una crítica seria. El esquema es tan repetitivo que no hace falta leerlo entero
para saber adónde conduce. Casi siempre procede así: lo de Jesús de Nazaret es
un cuento inventado por Pablo de
Tarso y compañeros, hábilmente utilizado –“oficializado”– por el imperio romano
para asegurar su poder y perpetuado por la Iglesia a lo largo de los siglos
para mantener a la población sojuzgada y lucrarse a su costa. Hay algunas
variantes divertidas e ingeniosas, pero en lo sustancial el discurso procede como he escrito.
Los datos que no encajan con esta “visión crítica y heterodoxa” se omiten o se
tergiversan. En general, lo que hoy se lleva es dar caña a la religión católica
(por demasiado conocida y dominante), expresar admiración por el budismo (rodeado
de un aura de misterio y tolerancia) y ser obsequiosos con los musulmanes (por
si las moscas), sobre todo en tiempos del Ramadán.
Por si fuera
poco, las redes sociales –en particular Facebook–
nos han acostumbrado al profundísimo
ejercicio de discernimiento que consiste en calificar una foto, un vídeo o un
breve comentario con un Me gusta, Me
encanta, Me divierte, Me asombra, Me entristece o Me enfada. Al final, nuestra
capacidad de argumentación va a quedar reducida a mover el dedo pulgar hacia
arriba o hacia abajo, como si fuéramos emperadores romanos en el circo y
estuviéramos decidiendo la suerte de un gladiador. Echo de menos las tertulias
en las que las personas esgrimían argumentos para defender o criticar algo.
Programas televisivos como La clave, de feliz memoria,
serían hoy impensables. En los tiempos de la telebasura y los ritmos frenéticos, toda intervención que supere los treinta segundos
parece ya larga y pesada. Si encima no hace reír sino que provoca la reflexión,
puede ser calificada de pedante o aburrida. En fin, serán los tiempos. A las
épocas de irracionalidad suelen seguir períodos sombríos. El amigo Donald Trump
los está inaugurando a golpe de tuit.
¡Que el futuro nos pille desconectados!
Lo de "La clave" es cierto, qué gran programa.
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