miércoles, 14 de junio de 2017

Ganar y perder

El pasado domingo, el tenista Rafa Nadal ganó en París su décimo trofeo Roland Garros. Tras un período de dos años en baja forma por las lesiones sufridas, ha vuelto el Rafa Nadal ganador con más fuerza que nunca, aunque él mismo confiesa que a sus 31 años, no es un ganador obsesivo. La prensa internacional se ha deshecho en elogios hacia el tenista manacorí, al que algunos periodistas califican de extraterrestre. Otros hablan de él como el mejor deportista español de la historia. El deporte de competición conjuga dos verbos que parecen definir la dinámica de la vida humana: ganar y perder. Como suelen decir todos los deportistas, a veces se gana y otras muchas se pierde. Forma parte del juego. Uno no puede estar siempre arriba, aunque sea el mejor. De algunos (individuos o equipos) se dice que han nacido para ganar. Otros, por el contrario, parece que han nacido para perder, como canta Joaquín Sabina. Estamos tan habituados a concebir la lucha por la vida desde esta clave competitiva que nos cuesta imaginar que las cosas podrían ser de otra manera.

Hay personas que van por la vida de ganadores. Las cosas les salen bien, son reconocidos, reciben premios y parece que todo les sonríe. Tienden a mirar a los demás por encima del hombro, como si ellos pertenecieran a una clase superior. En el caso de algunos deportistas y artistas, este complejo raya el narcisismo puro y duro. Otros, sin embargo, parecen castigados con el estigma de perdedores. Coleccionan fracasos. Nadie se fía de ellos porque siempre les salen las cosas mal. Es como si hubieran sido condenados de antemano a ocupar los últimos puestos de la fila. La educación y el mercado laboral tienden a ser muy competitivos. Abundan los mensajes del tipo: “solo para los mejores”, “atrévete a marcar la diferencia”, etc. Una vez que este virus ha sido inoculado en nuestro cerebro, no hay mucho que hacer, porque es uno de los virus más peligrosos que existen: el de la frustración. Si para ser nosotros mismos o para ser felices, necesitamos siempre ganar, estamos perdidos. Nos va a costar encajar las derrotas. No vamos a ver a los demás como compañeros de ruta sino como rivales. Tendremos dificultades para trabajar en equipo, a menos que ese trabajo redunde en victorias personales.

Jesús de Nazaret, ¿fue un ganador o un perdedor? ¿Ocupó el primer puesto o se colocó el último de la fila? El conocido himno cristológico de la carta de Pablo a los Filipenses ofrece una respuesta muy clara: “Cristo, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres” (2,6-7). O sea, que renunció al primer puesto (condición divina) y escogió libremente colocarse al final (condición de esclavo). ¿Quién entiende esto en nuestra sociedad competitiva? ¿Quién renuncia a subirse al podio de los ganadores para que otros puedan beneficiarse? Pocas personas entienden esta extraña lógica. “Es de tontos”, dirían algunos. “Así no avanza la sociedad”, dirían otros. Parece que la vida es combate, competición. Todos tenemos que adiestrarnos para librar batallas y competir en torneos. Ya se sabe que unos ganan y otros pierden, pero esto forma parte del juego. Además, no está dicho que siempre sean los mismos los ganadores y los vencedores. La solidaridad puede ser buena en ciertos momentos de necesidad, pero no funciona como dinamismo de la vida. La solidaridad nos vuelve perezosos, nos quita las ganas de luchar. Hasta aquí la “lógica del mercado” que llevamos puesta en la cabeza como quien lleva una gorra en las mañanas de verano.

Jesús fue más allá. No se contentó con colocarse el último de la fila sino que nos desafía con una de sus frases rompedoras: “¿De qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su vida?” (Mt 16,26). También aquí hay un contraste entre el verbo ganar y el verbo perder; y entre los sustantivos mundo y vida. Ganar según el mundo –nuestro mundo competitivo– significa desarrollar todas nuestras capacidades y, en abierta competición, derrotar a otros para conquistar los primeros puestos (en el deporte, la ciencia, el arte, el mercado laboral, etc.). Perder equivale a no estar en el grupo de cabeza, aunque uno se haya esforzado y haya desplegado su potencial. Algunos de los grandes santos (Antonio Abad, Francisco Javier, Antonio María Claret y tantos otros) se sintieron heridos por estas palabras de Jesús. Su vida dio un giro completo. Iban para ganadores en la batalla que habían emprendido. Se convirtieron en perdedores a los ojos del mundo, pero acabaron ganando la corona definitiva. Pocos entienden esta lógica. Habrá que preguntarle a Rafa Nadal cómo se pueden ganar tantos títulos y seguir siendo un tipo normal. A veces, los grandes también nos enseñan la letra pequeña del contrato de la vida.

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