El pasado domingo,
el tenista Rafa Nadal ganó
en París su décimo trofeo Roland Garros. Tras un período de dos años en
baja forma por las lesiones sufridas, ha vuelto el Rafa Nadal ganador con más
fuerza que nunca, aunque él mismo confiesa que a sus 31 años, no es un ganador
obsesivo. La prensa internacional se ha deshecho en elogios
hacia el tenista manacorí, al que algunos periodistas califican de
extraterrestre. Otros hablan de él como el
mejor deportista español de la historia. El deporte de competición
conjuga dos verbos que parecen definir la dinámica de la vida humana: ganar y
perder. Como suelen decir todos los deportistas, a veces se gana y otras muchas
se pierde. Forma parte del juego. Uno no puede estar siempre arriba, aunque
sea el mejor. De algunos (individuos o equipos) se dice que han nacido
para ganar. Otros, por el contrario, parece que han nacido para perder,
como canta Joaquín Sabina. Estamos tan habituados a concebir la lucha por la
vida desde esta clave competitiva que nos cuesta imaginar que las cosas podrían
ser de otra manera.
Hay personas que
van por la vida de ganadores. Las cosas les salen bien, son reconocidos, reciben premios y parece que todo les sonríe. Tienden a mirar a los demás por encima
del hombro, como si ellos pertenecieran a una clase superior. En el caso de
algunos deportistas y artistas, este complejo raya el narcisismo puro y duro.
Otros, sin embargo, parecen castigados con el estigma de perdedores.
Coleccionan fracasos. Nadie se fía de ellos porque siempre les salen las cosas
mal. Es como si hubieran sido condenados de antemano a ocupar los últimos puestos
de la fila. La educación y el mercado laboral tienden a ser muy competitivos. Abundan
los mensajes del tipo: “solo para los mejores”, “atrévete a marcar la diferencia”,
etc. Una vez que este virus ha sido inoculado en nuestro cerebro, no hay mucho que hacer, porque es uno de los virus más peligrosos que existen: el de la
frustración. Si para ser nosotros mismos o para ser felices, necesitamos
siempre ganar, estamos perdidos. Nos va a costar encajar las derrotas. No vamos
a ver a los demás como compañeros de ruta sino como rivales. Tendremos
dificultades para trabajar en equipo, a menos que ese trabajo redunde en
victorias personales.
Jesús de Nazaret,
¿fue un ganador o un perdedor? ¿Ocupó el primer puesto o se colocó el último de
la fila? El conocido himno cristológico de la carta de Pablo a los Filipenses
ofrece una respuesta muy clara: “Cristo,
siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al
contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho
semejante a los hombres” (2,6-7). O sea, que renunció al primer puesto
(condición divina) y escogió libremente colocarse al final (condición de
esclavo). ¿Quién entiende esto en nuestra sociedad competitiva? ¿Quién renuncia
a subirse al podio de los ganadores para que otros puedan beneficiarse? Pocas
personas entienden esta extraña
lógica. “Es de tontos”, dirían algunos. “Así no avanza la sociedad”, dirían
otros. Parece que la vida es combate, competición. Todos tenemos que
adiestrarnos para librar batallas y competir en torneos. Ya se sabe que unos
ganan y otros pierden, pero esto forma parte del juego. Además, no está dicho
que siempre sean los mismos los ganadores y los vencedores. La solidaridad puede
ser buena en ciertos momentos de necesidad, pero no funciona como dinamismo de
la vida. La solidaridad nos vuelve perezosos, nos quita las ganas de luchar.
Hasta aquí la “lógica del mercado” que llevamos puesta en la cabeza como quien
lleva una gorra en las mañanas de verano.
Jesús fue más allá. No se contentó con colocarse el último de la fila sino que nos desafía con una de sus frases rompedoras: “¿De qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su vida?” (Mt 16,26). También aquí hay un contraste entre el verbo ganar y el verbo perder; y entre los sustantivos mundo y vida. Ganar según el mundo –nuestro mundo competitivo– significa desarrollar todas nuestras capacidades y, en abierta competición, derrotar a otros para conquistar los primeros puestos (en el deporte, la ciencia, el arte, el mercado laboral, etc.). Perder equivale a no estar en el grupo de cabeza, aunque uno se haya esforzado y haya desplegado su potencial. Algunos de los grandes santos (Antonio Abad, Francisco Javier, Antonio María Claret y tantos otros) se sintieron heridos por estas palabras de Jesús. Su vida dio un giro completo. Iban para ganadores en la batalla que habían emprendido. Se convirtieron en perdedores a los ojos del mundo, pero acabaron ganando la corona definitiva. Pocos entienden esta lógica. Habrá que preguntarle a Rafa Nadal cómo se pueden ganar tantos títulos y seguir siendo un tipo normal. A veces, los grandes también nos enseñan la letra pequeña del contrato de la vida.
Jesús fue más allá. No se contentó con colocarse el último de la fila sino que nos desafía con una de sus frases rompedoras: “¿De qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su vida?” (Mt 16,26). También aquí hay un contraste entre el verbo ganar y el verbo perder; y entre los sustantivos mundo y vida. Ganar según el mundo –nuestro mundo competitivo– significa desarrollar todas nuestras capacidades y, en abierta competición, derrotar a otros para conquistar los primeros puestos (en el deporte, la ciencia, el arte, el mercado laboral, etc.). Perder equivale a no estar en el grupo de cabeza, aunque uno se haya esforzado y haya desplegado su potencial. Algunos de los grandes santos (Antonio Abad, Francisco Javier, Antonio María Claret y tantos otros) se sintieron heridos por estas palabras de Jesús. Su vida dio un giro completo. Iban para ganadores en la batalla que habían emprendido. Se convirtieron en perdedores a los ojos del mundo, pero acabaron ganando la corona definitiva. Pocos entienden esta lógica. Habrá que preguntarle a Rafa Nadal cómo se pueden ganar tantos títulos y seguir siendo un tipo normal. A veces, los grandes también nos enseñan la letra pequeña del contrato de la vida.
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