Hace 36 años que
hice el último examen formal de mi vida académica. Ha pasado ya mucho tiempo desde
aquel caluroso día de junio, pero ahora estoy rodeado de algunos misioneros
jóvenes que me contagian su preocupación durante estas semanas finales del curso
académico. Todos ellos están haciendo estudios de licenciatura o doctorado en
las universidades de Roma. Las conversaciones en la mesa están salpicadas de
anuncios como estos: “Hoy tengo examen de hebreo”; “Me faltan dos semanas para
el examen De universa”; “No he podido
preparar como me hubiera gustado el examen de Crítica Textual”… Sus palabras y
el nerviosismo que delatan me traen a la memoria recuerdos de infinidad de
exámenes realizados en mi etapa de estudiante o de profesor. Ahora puedo
confesar sin sentimiento de culpa que siempre los he odiado por considerarlos superficiales,
inútiles y contraproducentes. La opinión es muy discutible –de hecho la he discutido
muchas veces–, pero comprendo que, mientras no se cambie radicalmente el
sistema de enseñanza y aprendizaje, siguen siendo un instrumento privilegiado
de evaluación.
Cuando era
estudiante superé innumerables exámenes con el mínimo esfuerzo. No recuerdo
haberme quedado ni una sola noche a estudiar. No era cuestión de inteligencia, orgullo o
astucia sino de escepticismo puro y duro. Y quizá también de una cierta falta de disciplina personal, que no es en absoluto recomendable. Pero mi alergia a los exámenes tenía que ver, sobre todo, con mis intereses y perspectivas. Mientras
mis compañeros se pasaban las horas subrayando y memorizando folios, a mí me
daba por componer una canción, leer un libro interesante o escribir una carta. Nunca he sido esclavo de
las calificaciones y menos de los títulos. Sé que en nuestra sociedad
competitiva los títulos son necesarios para acceder al mercado laboral y de paso obtener un
mínimo de reconocimiento social, pero mis preferencias iban –y van– en otra dirección.
Puede que esté equivocado, pero ya es un poco tarde para cambiar de vía. Cuando
era profesor, lo que más me aburría era tener que corregir pruebas escritas,
juzgar textos que habían sido redactados en condiciones artificiales y que, en el
mejor de los casos, reflejaban una aceptable memoria, pero no permitían
adivinar si la persona había reflexionado sobre la cuestión, si la había hecho
suya, si había extraído algo útil para su vida personal.
Nos pasamos la
vida haciendo exámenes. A partir de cierta edad cesan los exámenes académicos,
pero continúan los escrutinios que unos hacemos de otros en el laboratorio de la vida cotidiana. Examinamos la apariencia
física, el grado de simpatía, la capacidad de trabajo, la autodisciplina, las diversas
habilidades, etc. Y, de acuerdo con nuestro propios baremos, calificamos a las
personas de una manera escalonada, de forma que siempre hay algunos que ocupan
los primeros puestos y otros –como sucedía en nuestras viejas aulas infantiles–
que descienden a los puestos de cola. En la tercera edad comienzan a proliferar los exámenes clínicos, así que casi siempre estamos expuestos al control. No ganamos para sustos. Con todo, a pesar de que vivimos en una sociedad muy examinadora y competitiva, creo que hemos avanzado en
el reconocimiento de las diversas capacidades que las personas tenemos. Uno
puede tener un cociente intelectual de 160 –se suele decir que la persona con
el cociente más alto fue el norteamericano Williams James Sidis– y
ser un perfecto inútil para preparar una comida, conducir un vehículo o
relacionarse con la gente. A lo largo de mi vida he experimentado grandes decepciones
al descubrir que detrás de algunas personas brillantes a las que admiraba, se
agazapaban hombres (sí, sobre todo, hombres) neuróticos, misóginos, egoístas y
narcisistas. Y al revés. Muchos de mis
mejores amigos –que desbordan sensatez y bondad– provienen de mundos que están
bastante alejados de la élite intelectual.
En cualquier caso,
por seguir con la metáfora del examen final, ya nos advirtió san Juan de la
Cruz en uno de sus conocidos dichos que “a
la tarde te examinarán en el amor. Aprende a amar como Dios quiere ser amado y
deja tu condición”. Hay otras versiones del dicho, pero no sé si son
auténticas o espurias. En cualquier caso, parece que no se está refiriendo al
momento de la muerte, como a menudo se interpreta, sino a la dinámica de la
vida humana en general. Amar o no amar. Este es el verdadero tema del examen de
la vida. No hay que esperar al último momento para aprobarlo. Aquí sí que se
puede hablar de evaluación continua. ¡Ojalá se pueda decir de nosotros aquello
de progresa adecuadamente!
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