Pentecostés ha
amanecido, una vez más, regado en sangre. Un nuevo
ataque terrorista en Londres siembra el pánico y causa varios muertos y
heridos. Mientras en Cardiff el Real
Madrid celebraba su 12ª Copa de Europa el terror se abría paso en
Londres y el
pánico se insinuaba en Turín. Son lenguas
de fuego que contrastan con las que, según el relato de los Hechos de los
Apóstoles, aparecieron sobre los apóstoles reunidos en Jerusalén. Vivimos
tiempos incendiarios. Parece que, de un momento a otro, puede estallar un conflicto,
un atentado, un terremoto o una revolución. ¿Qué significa Pentecostés en este
escenario de incertidumbre y miedo? Hoy no estamos con las puertas cerradas “por
miedo a los judíos” –como estaban los apóstoles (cf. Jn 20,19)–, pero sí con la
esperanza a ras de suelo, como si tuviéramos la impresión de que no hay forma
de poner cordura en un mundo que parece buscar siempre el odio sobre el amor y
la guerra sobre la paz. Hay un miedo sordo que mantiene cerradas las puertas de la confianza. Es el triunfo del terror sobre el amor. Fernando Armellini nos ofrece una pormenorizada y jugosa
explicación de las
lecturas de este Domingo de Pentecostés con el que se cierra el largo
tiempo pascual. En ellas podemos encontrar muchas claves para afrontar la situación de hoy desde la fe en Jesús y su Espíritu. Yo prefiero centrarme en la fuerza poética de la Secuencia que
se lee antes del Evangelio.
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno. Amén.
Prestemos atención a los contrastes que presenta la segunda estrofa. En ella aparecen con claridad nuestros pesares y la acción reparadora del Espíritu de Dios.
Ven, dulce
huésped del alma,
descanso de
nuestro esfuerzo,
tregua en el duro
trabajo,
brisa en las
horas de fuego,
gozo que enjuga
las lágrimas
y reconforta en
los duelos.
En ella se alude
a cuatro experiencias humanas que hacen de la vida un peso difícil de soportar.
Para cada una de ellas el Espíritu Santo ofrece una respuesta sanadora.
Experiencia humana
|
Acción del Espíritu
|
Esfuerzo
|
Descanso
|
Trabajo
|
Tregua
|
Fuego
|
Brisa
|
Lágrimas-Duelos
|
Gozo
|
Hoy tenemos la
impresión de que nos esforzamos por
lograr muchas cosas y apenas obtenemos resultados. Con frecuencia he oído las
quejas de algunas padres con respecto a los pocos frutos que cosechan en la
educación de sus hijos. Parece que no hay proporción entre los esfuerzos
invertidos (incluidos los económicos) y los resultados obtenidos. Lo mismo cabría
decir con respecto a los cambios en la Iglesia y en la sociedad. Por todas
partes se organizan seminarios, congresos, conferencias… para buscar soluciones a los muchos problemas que hoy padecemos y a menudo tenemos la impresión de que las cosas empeoran, de que nuestro mundo
sigue prisionero de sus eternos demonios familiares: el egoísmo, la violencia,
la mentira, la corrupción. Todo esfuerzo inútil produce melancolía. Uno se cansa de seguir luchando cuando no ve recompensa a sus esfuerzos. ¿Cómo acoger el don del Espíritu Santo que se ofrece como descanso en la lucha, no como receta
mágica y facilona? ¿Cómo no estar siempre luchando como si todo dependiera de
nuestros esfuerzos? El descanso que ofrece el Espíritu nos abre a una espiritualidad del séptimo día. En el relato de la creación del Génesis, Dios trabaja seis días y descansa uno. Cuando perdemos este equilibrio, todo se desajusta. Lejos de obtener más resultados, comenzamos a padecer las consecuencias de un esfuerzo ciego que nos agota y hasta nos consume.
Si hay algún valor
que hoy se defiende con uñas y dientes es el del trabajo. El ideal de los mejores políticos y empresarios es
proporcionar un trabajo digno a todos, de manera que, a través de él, las
personas puedan abrirse camino en la vida. El desempleo se considera una lacra.
Trabajar se ha convertido en un sueño y a veces en una obsesión. Hay personas
que viven solo para trabajar. Es como si fueran ciegas a las demás dimensiones
de la vida. Al final, tendrán que decir como el antipapa Luna: “Señor, he trabajado tanto en tu nombre, que
no he tenido tiempo para ser tu amigo”. Igual que el esfuerzo necesita un
descanso, el trabajo precisa una tregua. El Espíritu Santo se presenta como
aquel que nos ayuda a afrontar la vida en toda su armonía. Podemos hacer una
tregua en nuestro interminable horario laboral para abrirnos a aquellas
dimensiones de la vida que tenemos olvidadas: la contemplación, el encuentro, la fiesta, etc. De no hacerlo, acabaremos siendo
ese hombre
unidimensional, denunciado hace décadas por Herbert Marcuse.
Hay un fuego que es
símbolo del amor, de la energía, de la creatividad. Pero hay otros fuegos que representan
los conflictos abiertos, las tensiones, la violencia. Hoy estamos rodeados de
estos fuegos amenazadores que nos van quemando, que nos agobian. El estrés es
la consecuencia de una vida en la que parece que vamos con un extintor en la
mano tratando de sofocar los incendios que arden por doquier. Tenemos tantos
frentes abiertos que no sabemos por dónde empezar. A las malas noticias que
vienen del mundo exterior se unen los problemas familiares y nuestras propias
calenturas. Necesitamos acoger al Espíritu Santo como brisa que atempera la excesiva temperatura de nuestra existencia.
La brisa matutina o vespertina es un vientecillo suave que hace más llevadero
el calor, que refrigera nuestros fuegos interiores, que calma nuestra ansiedad.
A veces el dolor
llega hasta las lágrimas por las pérdidas que vamos acumulando: familiares y
amigos que mueren, despedidas que nos amputan una parte de nuestro ser, fracasos que nos
cierran puertas… Es verdad que las lágrimas tienen un poder liberador,
catártico, pero también expresan la tristeza que a veces nos produce tener que
cargar con el peso de la existencia; sobre todo, con aquellas realidades que
nos parecen crueles, absurdas, innecesarias. Solo el Espíritu Santo puede
proporcionar el verdadero gozo porque solo Él nos conecta con el corazón de Dios. ¡Feliz fiesta de Pentecostés!
Hay siete dones que el Espíritu de la gracia nos da y que nos ayudarán:
ResponderEliminarEl espíritu de Sabiduría.
El don del Entendimiento.
El don del Consejo.
El don de la Fortaleza.
El don de la Ciencia.
El don de la Piedad.
El don de Temor.
Muchas gracias, Carlos. Sin ellos no se puede abordar la vida.
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