domingo, 4 de junio de 2017

Brisa en las horas de fuego

Pentecostés ha amanecido, una vez más, regado en sangre. Un nuevo ataque terrorista en Londres siembra el pánico y causa varios muertos y heridos. Mientras en Cardiff el Real Madrid celebraba su 12ª Copa de Europa el terror se abría paso en Londres y el pánico se insinuaba en Turín. Son lenguas de fuego que contrastan con las que, según el relato de los Hechos de los Apóstoles, aparecieron sobre los apóstoles reunidos en Jerusalén. Vivimos tiempos incendiarios. Parece que, de un momento a otro, puede estallar un conflicto, un atentado, un terremoto o una revolución. ¿Qué significa Pentecostés en este escenario de incertidumbre y miedo? Hoy no estamos con las puertas cerradas “por miedo a los judíos” –como estaban los apóstoles (cf. Jn 20,19)–, pero sí con la esperanza a ras de suelo, como si tuviéramos la impresión de que no hay forma de poner cordura en un mundo que parece buscar siempre el odio sobre el amor y la guerra sobre la paz. Hay un miedo sordo que mantiene cerradas las puertas de la confianza. Es el triunfo del terror sobre el amor. Fernando Armellini nos ofrece una pormenorizada y jugosa explicación de las lecturas de este Domingo de Pentecostés con el que se cierra el largo tiempo pascual. En ellas podemos encontrar muchas claves para afrontar la situación de hoy desde la fe en Jesús y su Espíritu. Yo prefiero centrarme en la fuerza poética de la Secuencia que se lee antes del Evangelio.

Ven, Espíritu Divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.

Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno. Amén.


Prestemos atención a los contrastes que presenta la segunda estrofa. En ella aparecen con claridad nuestros pesares y la acción reparadora del Espíritu de Dios. 

Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.

En ella se alude a cuatro experiencias humanas que hacen de la vida un peso difícil de soportar. Para cada una de ellas el Espíritu Santo ofrece una respuesta sanadora.

Experiencia humana
Acción del Espíritu
Esfuerzo
Descanso
Trabajo
Tregua
Fuego
Brisa
Lágrimas-Duelos
Gozo

Hoy tenemos la impresión de que nos esforzamos por lograr muchas cosas y apenas obtenemos resultados. Con frecuencia he oído las quejas de algunas padres con respecto a los pocos frutos que cosechan en la educación de sus hijos. Parece que no hay proporción entre los esfuerzos invertidos (incluidos los económicos) y los resultados obtenidos. Lo mismo cabría decir con respecto a los cambios en la Iglesia y en la sociedad. Por todas partes se organizan seminarios, congresos, conferencias… para buscar soluciones a los muchos problemas que hoy padecemos y a menudo tenemos la impresión de que las cosas empeoran, de que nuestro mundo sigue prisionero de sus eternos demonios familiares: el egoísmo, la violencia, la mentira, la corrupción. Todo esfuerzo inútil produce melancolía. Uno se cansa de seguir luchando cuando no ve recompensa a sus esfuerzos. ¿Cómo acoger el don del Espíritu Santo que se ofrece como descanso en la lucha, no como receta mágica y facilona? ¿Cómo no estar siempre luchando como si todo dependiera de nuestros esfuerzos? El descanso que ofrece el Espíritu nos abre a una espiritualidad del séptimo día. En el relato de la creación del Génesis, Dios trabaja seis días y descansa uno. Cuando perdemos este equilibrio, todo se desajusta. Lejos de obtener más resultados, comenzamos a padecer las consecuencias de un esfuerzo ciego que nos agota y hasta nos consume.

Si hay algún valor que hoy se defiende con uñas y dientes es el del trabajo. El ideal de los mejores políticos y empresarios es proporcionar un trabajo digno a todos, de manera que, a través de él, las personas puedan abrirse camino en la vida. El desempleo se considera una lacra. Trabajar se ha convertido en un sueño y a veces en una obsesión. Hay personas que viven solo para trabajar. Es como si fueran ciegas a las demás dimensiones de la vida. Al final, tendrán que decir como el antipapa Luna: “Señor, he trabajado tanto en tu nombre, que no he tenido tiempo para ser tu amigo”. Igual que el esfuerzo necesita un descanso, el trabajo precisa una tregua. El Espíritu Santo se presenta como aquel que nos ayuda a afrontar la vida en toda su armonía. Podemos hacer una tregua en nuestro interminable horario laboral para abrirnos a aquellas dimensiones de la vida que tenemos olvidadas: la contemplación, el encuentro, la fiesta, etc. De no hacerlo, acabaremos siendo ese hombre unidimensional, denunciado hace décadas por Herbert Marcuse.

Hay un fuego que es símbolo del amor, de la energía, de la creatividad. Pero hay otros fuegos que representan los conflictos abiertos, las tensiones, la violencia. Hoy estamos rodeados de estos fuegos amenazadores que nos van quemando, que nos agobian. El estrés es la consecuencia de una vida en la que parece que vamos con un extintor en la mano tratando de sofocar los incendios que arden por doquier. Tenemos tantos frentes abiertos que no sabemos por dónde empezar. A las malas noticias que vienen del mundo exterior se unen los problemas familiares y nuestras propias calenturas. Necesitamos acoger al Espíritu Santo como brisa que atempera la excesiva temperatura de nuestra existencia. La brisa matutina o vespertina es un vientecillo suave que hace más llevadero el calor, que refrigera nuestros fuegos interiores, que calma nuestra ansiedad.

A veces el dolor llega hasta las lágrimas por las pérdidas que vamos acumulando: familiares y amigos que mueren, despedidas que nos amputan  una parte de nuestro ser, fracasos que nos cierran puertas… Es verdad que las lágrimas tienen un poder liberador, catártico, pero también expresan la tristeza que a veces nos produce tener que cargar con el peso de la existencia; sobre todo, con aquellas realidades que nos parecen crueles, absurdas, innecesarias. Solo el Espíritu Santo puede proporcionar el verdadero gozo porque solo Él nos conecta con el corazón de Dios.  ¡Feliz fiesta de Pentecostés!

2 comentarios:

  1. Hay siete dones que el Espíritu de la gracia nos da y que nos ayudarán:
    El espíritu de Sabiduría.
    El don del Entendimiento.
    El don del Consejo.
    El don de la Fortaleza.
    El don de la Ciencia.
    El don de la Piedad.
    El don de Temor.

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