domingo, 11 de junio de 2017

Solo el amor es digno de fe

Estoy en Barcelona, disfrutando de una ciudad hermosa, llena de luz… y de turistas. Comprendo que los residentes en los barrios más visitados se sientan a veces invadidos. Es una verdadera marea humana la que se mueve de un lugar para otro, escrutando los rincones de una ciudad que atrapa. Anoche aproveché para acercarme hasta el templo de la Sagrada Familia en el que serán beatificados 109 mártires claretianos el próximo 21 de octubre. Tendremos ocasión de volver sobre este asunto en los próximos meses. Es difícil describir la impresión que produce esta Biblia en piedra contemplada bajo la luna. Vi a algunos turistas literalmete ojopláticos, alzando la cabeza para ver las espigadas torres rodeadas de grúas. Ya falta menos para 2026, la fecha prevista para la culminación de un trabajo centenario, que parece más una obra de orfebrería que de arquitectura. Detractores no le faltan, pero son muchísimos más quienes disfrutan con el monumento más visitado de España.


Llegué ayer al aeropuerto de El Prat casi a la misma hora en la que el cuerpo de Ignacio Echeverría –el héroe del patín– llegaba al de Torrejón de Ardoz. Su ejemplo ha despertado las conciencias. No somos insensibles al sacrificio de alguien que arriesga su vida por salvar la de otro. Ese es precisamente el mensaje central del Evangelio de esta solemnidad de la Santísima Trinidad. Dios se ha entregado a la humanidad. No ha querido permanecer como un Deus absconditus, escondido, solitario, ajeno. En Jesús, el Invisible se ha hecho visible y se ha revelado comunitario. Más aún: Jesús ha manifestado el inequívoco amor de Dios dando su vida por nosotros. No hay forma más seria de mostrar en qué consiste el amor. Las lecturas que nos propone la liturgia de la Palabra son tan ricas que no es justo despacharlas con cuatro frases. Como cada domingo, os recomiendo que, si disponéis de tiempo, leáis la explicación detallada a cada una de las tres lecturas que nos ofrece Fernando Armellini. Al final tenéis también el vídeo. Así podéis ir practicando vuestro italiano.

A veces tengo la impresión de que muchas personas –sobre todo los jóvenes– muestran una gran indiferencia ante el misterio de Dios, como si este asunto no tuviera nada que ver con ellos, como si la fe en Él fuera una etapa superada de la historia. Otras veces pienso todo lo contrario. Los jóvenes son muy sensibles al hecho religioso. La huella de Dios la llevamos impresa en nosotros. Lo que ocurre es que no siempre la reconocemos o la interpretamos del mismo modo. Cada vez percibo en más personas el anhelo de espiritualidad, la necesidad de ir más allá –o más acá, según se mire– de nuestras vidas romas, atadas a la rutina diaria, expuestas al vacío o al aburrimiento. Me atrevería a decir que, como pregunta, silencio, nostalgia o anhelo, Dios forma parte de la vida de los seres humanos. Quizá lo más inquietante sea atrevernos a susurrar en qué Dios creemos. No se trata de un problema de imaginación sino de una orientación vital. Dime cómo planteas tu vida, a qué das importancia, cómo usas tu tiempo, qué te produce angustia o alegría y te diré en qué Dios crees. La liturgia de hoy nos acerca a la imagen cristiana de Dios. El evangelio de Juan no habla de una fuerza cósmica o de una energía psíquica. No usa las categorías que hoy tienen éxito entre quienes navegan por el mar de la espiritualidad. Habla de Dios como amor y como vida: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que quien crea en él no muera, sino tenga vida eterna” (Jn 3,16). Por si hubiera alguna duda, en el versículo siguiente remacha la imagen de Dios como salvador: “Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él” (17).

Amor, salvación y vida son palabras que no pueden contener el misterio de Dios, pero, al menos, orientan nuestra búsqueda en la dirección adecuada. El amor nos remite al Padre; la salvación es obra del Hijo; al Espíritu lo confesamos como Señor y Dador de vida. Donde hay odio, condena y muerte nos situamos en el terreno del no-Dios, experimentamos el infierno. A menudo me vienen a la memoria las palabras de una vieja canción de Víctor Manuel: “Déjame en paz, que no me quiero salvar, que en el infierno no estoy tan mal”. Este es el drama de nuestro tiempo: haber renunciado a nuestra primogenitura (es decir, a la experiencia del amor de Dios que da sentido a la vida) por el plato de lentejas de una existencia satisfecha o, por lo menos, curvada sobre sí misma. Pero no se trata de añadir condena sobre condena: “Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él”. Lo esencial, por lo tanto, es acoger a Jesús. Él no ha venido en un momento determiando de la historia, ha pasado unos pocos años entre nosotros y luego nos ha dejado solos. No, él es siempre el Emmanuel, el Dios-con-nosotros (cf. Mt 28,20). Por eso, nuestra experiencia de Dios pasa a través de su carne gloriosa. Quien ama conoce a Dios. Quien no ama, aunque navegue por mares de vibraciones, está lejos de su misterio. Esto lo hemos aprendido contemplando a Aquel que ha dado la vida por los seres humanos, que se ha abajado hasta nuestro suelo. Este es el Dios en el que creo. Nada que ver con la caricatura que a menudo hacemos los humanos a partir de nuestros miedos y perplejidades.


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