Junio, al menos
en España, es un mes dedicado a las bodas. Aprovechando el fin de curso y la
bonanza del clima, muchas parejas se animan a contraer matrimonio en este mes. Yo
estoy bastante alejado de este ambiente nupcial porque no trabajo en parroquias.
Pero eso no significa que no reciba de vez en cuando alguna invitación a
presidir el matrimonio de los hijos de mis amigos. De hecho, este próximo
verano tengo algún compromiso. Cuando puedo, lo acepto con gratitud, aunque
a menudo con un disgusto de fondo que no es fácil superar. Me explico. Hoy por
hoy, la celebración del matrimonio cristiano se ha convertido, en la mayoría de
los casos, en una fiesta de tal envergadura que asfixia a muchos contrayentes y
sus familias (también desde el punto de vista económico) y tiende a oscurecer el
verdadero sentido del sacramento. Cuando hablo con algunas de las jóvenes
parejas y me cuentan el montaje que supone organizar una boda, casi me echo a
temblar. Nunca hubiera imaginado que algo tan personal se hubiera sofisticado tanto.
La imaginación y el interés de quienes sacan tajada de este acontecimiento (tiendas de trajes, restaurantes, agencias de viajes, fotógrafos, etc.) llega a límites insospechados. Si una pareja tuviera que seguir todos sus
dictados, necesitaría hipotecarse por el resto de su vida.
¿De verdad es necesario
plantear las bodas de esta manera? ¿No habremos traspasado ya el límite de lo
razonable, como en tantas otras cosas? ¿Quién nos manda complicar tanto una experiencia humana sencilla y entrañable? ¿Prevalece el sentido común o los intereses comerciales? Conozco a algunas parejas
–pocas– que han sabido sortear las presiones familiares y sociales y han hecho
una celebración sobria, hermosa y solidaria. Pero la gran mayoría sucumbe a lo
que “todo el mundo” hace, en una escalada interminable que incluye fiestas de
despedida de solteros, trajes de alta costura, banquetes de etiqueta, lunas de miel
sofisticadas… ¿Es justo derivar hacia este exceso cuando muchas parejas tienen
que vivir luego con sueldos precarios y sus padres necesitan el dinero para otras
necesidades más perentorias? ¿Produce este derroche la alegría que se espera, o
se trata solo de un fuego de artificio que a menudo presagia una caída espectacular,
como sucede con las varillas de los cohetes que se lanzan al aire y luego caen a tierra sin gracia? Cuando hablo
con algunas jóvenes parejas amigas, les insinúo lo que pienso con toda claridad. Ellas, por lo
general, sonríen, me escuchan con respeto, pero luego siguen con sus planes tal cual,
como diciendo: “Este hombre no sabe en qué mundo vive”.
¡Cómo me gustaría
acompañar a mis jóvenes amigos en un itinerario que recorre, al menos, tres
etapas (la atracción, la comunión y la vocación)! Es evidente que en todo
matrimonio hay una etapa inicial de atracción
emocional, sexual, intelectual… Sin ella, no se produciría el milagro del enamoramiento. Esta atracción es fruto de
procesos bioquímicos y psíquicos que, en buen medida, desconocemos. ¿Por qué
unas personas nos atraen y otras nos repelen? ¿Por qué, entre miles, nos
fijamos, a veces, en una sola? La ciencia, la literatura, la música y el cine
se han encargado de explorar hasta la saciedad esta etapa magnética. Me atrevería
a decir que para muchas personas el comienzo coincide con el final. No aspiran
a más que a una fusión física fruto de la mutua atracción, ignorantes quizás de
que, por su misma naturaleza, esta etapa tiende a evaporarse, a menos que se
supere a sí misma y, sin desaparecer, acceda a un nivel superior.
La etapa de la comunión tiene que ver con el milagro
del encuentro interpersonal, cuando dos seres humanos (un hombre y una mujer)
se reconocen como tales, se adentran con temor y temblor en el santuario de la
intimidad y descubren que, respetando la diferencia, pueden construir juntos
una vida nueva. El fruto de esta comunión, siempre extrovertida, son los hijos
y los nietos. En realidad, todo matrimonio auténtico acaba convirtiéndose en
una “bomba de comunión”, si se me permite la hipérbole. Donde hay una
experiencia genuina de encuentro, todo el mundo puede hallar un espacio. Por
eso, los matrimonios auténticos regeneran el tejido social siendo lo que son,
abriéndose a la relación con todos. Los matrimonios son escuela de comunión.
Hay, por último,
una tercera etapa que se identifica con el matrimonio cristiano y que, por
desgracia, no siempre es presentada con claridad y belleza. Muchas parejas no
acaban de descubrirla. Es la etapa de la vocación.
Dios llama a dos seres humanos a convertirse en signo visible de su amor en el
mundo, les encarga ser testigos luminosos de su presencia escondida. ¡Esto es
sublime! Sin matrimonios que vivan con alegría su vocación (como amor personal,
fiel y fecundo), la presencia de Dios queda oscurecida; por eso, hay una correlación
estrecha entre la crisis del matrimonio y la crisis de la fe. Sin matrimonios que se sientan llamados –no simplemente atraídos– se torna muy difícil
creer en un Dios que nos ame incondicionalmente. Los matrimonios son los misioneros, por excelencia, del Dios
Amor. Pueden atravesar crisis, experimentar
una mengua en la atracción física, encontrar problemas de comunión… Si creen
que su historia no es solo un asunto “a dos” sino una aventura cuyo último
protagonista es Dios, todo cambia. Se abren a la dimensión que da sentido
último a sus vidas. Descubren que el matrimonio es mucho más que una experiencia atractiva y de encuentro. ¡Es una vocación-misión! ¿Quién se apunta? O mejor: ¿quién ha escuchado la llamada?
Atracción, comunión
y vocación no son etapas sucesivas y excluyentes. Son como dimensiones de una
única experiencia de amor que, a medida que se acerca a su núcleo, asume todo
lo anterior, lo purifica y lo abre al misterio de Dios. Para celebrar esto con
gratitud y alegría no es necesario gastarse 20.000 euros, pero sí hacer un
camino humano y espiritual, dejarse acompañar y, sobre todo, tener un corazón
abierto y agradecido.
Magnifica lección y magnífico camino de vida para el matrimonio bien entendido y comprometido.
ResponderEliminarGracias
Ahora lo entiendo. Ser misioneros del Amor de Dios. ¡Qué bonito! Eres tan sensible, amigo. Captas la divinidad en los aspectos más variopintos y cotidianos. Gracias. Gracias.
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