jueves, 8 de junio de 2017

Llamados a amar

Junio, al menos en España, es un mes dedicado a las bodas. Aprovechando el fin de curso y la bonanza del clima, muchas parejas se animan a contraer matrimonio en este mes. Yo estoy bastante alejado de este ambiente nupcial porque no trabajo en parroquias. Pero eso no significa que no reciba de vez en cuando alguna invitación a presidir el matrimonio de los hijos de mis amigos. De hecho, este próximo verano tengo algún compromiso. Cuando puedo, lo acepto con gratitud, aunque a menudo con un disgusto de fondo que no es fácil superar. Me explico. Hoy por hoy, la celebración del matrimonio cristiano se ha convertido, en la mayoría de los casos, en una fiesta de tal envergadura que asfixia a muchos contrayentes y sus familias (también desde el punto de vista económico) y tiende a oscurecer el verdadero sentido del sacramento. Cuando hablo con algunas de las jóvenes parejas y me cuentan el montaje que supone organizar una boda, casi me echo a temblar. Nunca hubiera imaginado que algo tan personal se hubiera sofisticado tanto. La imaginación y el interés de quienes sacan tajada de este acontecimiento (tiendas de trajes, restaurantes, agencias de viajes, fotógrafos, etc.) llega a límites insospechados. Si una pareja tuviera que seguir todos sus dictados, necesitaría hipotecarse por el resto de su vida.

¿De verdad es necesario plantear las bodas de esta manera? ¿No habremos traspasado ya el límite de lo razonable, como en tantas otras cosas? ¿Quién nos manda complicar tanto una experiencia humana sencilla y entrañable? ¿Prevalece el sentido común o los intereses comerciales? Conozco a algunas parejas –pocas– que han sabido sortear las presiones familiares y sociales y han hecho una celebración sobria, hermosa y solidaria. Pero la gran mayoría sucumbe a lo que todo el mundo” hace, en una escalada interminable que incluye fiestas de despedida de solteros, trajes de alta costura, banquetes de etiqueta, lunas de miel sofisticadas… ¿Es justo derivar hacia este exceso cuando muchas parejas tienen que vivir luego con sueldos precarios y sus padres necesitan el dinero para otras necesidades más perentorias? ¿Produce este derroche la alegría que se espera, o se trata solo de un fuego de artificio que a menudo presagia una caída espectacular, como sucede con las varillas de los cohetes que se lanzan al aire y luego caen a tierra sin gracia? Cuando hablo con algunas jóvenes parejas amigas, les insinúo lo que pienso con toda claridad. Ellas, por lo general, sonríen, me escuchan con respeto, pero luego siguen con sus planes tal cual, como diciendo: “Este hombre no sabe en qué mundo vive”.

¡Cómo me gustaría acompañar a mis jóvenes amigos en un itinerario que recorre, al menos, tres etapas (la atracción, la comunión y la vocación)! Es evidente que en todo matrimonio hay una etapa inicial de atracción emocional, sexual, intelectual… Sin ella, no se produciría el milagro del enamoramiento. Esta atracción  es fruto de procesos bioquímicos y psíquicos que, en buen medida, desconocemos. ¿Por qué unas personas nos atraen y otras nos repelen? ¿Por qué, entre miles, nos fijamos, a veces, en una sola? La ciencia, la literatura, la música y el cine se han encargado de explorar hasta la saciedad esta etapa magnética. Me atrevería a decir que para muchas personas el comienzo coincide con el final. No aspiran a más que a una fusión física fruto de la mutua atracción, ignorantes quizás de que, por su misma naturaleza, esta etapa tiende a evaporarse, a menos que se supere a sí misma y, sin desaparecer, acceda a un nivel superior.

La etapa de la comunión tiene que ver con el milagro del encuentro interpersonal, cuando dos seres humanos (un hombre y una mujer) se reconocen como tales, se adentran con temor y temblor en el santuario de la intimidad y descubren que, respetando la diferencia, pueden construir juntos una vida nueva. El fruto de esta comunión, siempre extrovertida, son los hijos y los nietos. En realidad, todo matrimonio auténtico acaba convirtiéndose en una “bomba de comunión”, si se me permite la hipérbole. Donde hay una experiencia genuina de encuentro, todo el mundo puede hallar un espacio. Por eso, los matrimonios auténticos regeneran el tejido social siendo lo que son, abriéndose a la relación con todos. Los matrimonios son escuela de comunión.

Hay, por último, una tercera etapa que se identifica con el matrimonio cristiano y que, por desgracia, no siempre es presentada con claridad y belleza. Muchas parejas no acaban de descubrirla. Es la etapa de la vocación. Dios llama a dos seres humanos a convertirse en signo visible de su amor en el mundo, les encarga ser testigos luminosos de su presencia escondida. ¡Esto es sublime! Sin matrimonios que vivan con alegría su vocación (como amor personal, fiel y fecundo), la presencia de Dios queda oscurecida; por eso, hay una correlación estrecha entre la crisis del matrimonio y la crisis de la fe. Sin matrimonios que se sientan llamados –no simplemente atraídos– se torna muy difícil creer en un Dios que nos ame incondicionalmente. Los matrimonios son los misioneros, por excelencia, del Dios Amor. Pueden atravesar crisis, experimentar una mengua en la atracción física, encontrar problemas de comunión… Si creen que su historia no es solo un asunto “a dos” sino una aventura cuyo último protagonista es Dios, todo cambia. Se abren a la dimensión que da sentido último a sus vidas. Descubren que el matrimonio es mucho más que una experiencia atractiva y de encuentro. ¡Es una vocación-misión! ¿Quién se apunta? O mejor: ¿quién ha escuchado la llamada?


Atracción, comunión y vocación no son etapas sucesivas y excluyentes. Son como dimensiones de una única experiencia de amor que, a medida que se acerca a su núcleo, asume todo lo anterior, lo purifica y lo abre al misterio de Dios. Para celebrar esto con gratitud y alegría no es necesario gastarse 20.000 euros, pero sí hacer un camino humano y espiritual, dejarse acompañar y, sobre todo, tener un corazón abierto y agradecido. 

2 comentarios:

  1. Magnifica lección y magnífico camino de vida para el matrimonio bien entendido y comprometido.
    Gracias

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  2. Ahora lo entiendo. Ser misioneros del Amor de Dios. ¡Qué bonito! Eres tan sensible, amigo. Captas la divinidad en los aspectos más variopintos y cotidianos. Gracias. Gracias.

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