domingo, 1 de mayo de 2016

Madre no hay más que una

Ayer viajé de Sevilla a Madrid. Comienzo el mes de mayo en la capital de España. Este año el día viene cargado de celebraciones. Es, ante todo, el VI Domingo de Pascua. Civilmente se celebra en todo el mundo el Día Internacional de los Trabajadores. En España, Portugal, Hungría, Sudáfrica y algún otro país, el primer domingo de mayo coincide también con el Día de la Madre. Y, por si fuera poco, para los católicos el mes de mayo está asociado al culto a la Virgen María. A veces, cuando el menú es muy rico y variado, uno no sabe por dónde empezar, pero todo tiene su tiempo.

Anoche me fui a la cama después de haber leído el artículo de Elvira Lindo titulado Una madre poco ejemplar. Tanto la figura del padre como la de la madre suscitan resonancias muy diversas según personas y culturas. Desde hace décadas se dice que Occidente es una “sociedad sin padre” porque ha entrado en ocaso el varón, símbolo del machismo y autoritarismo propios de las sociedades patriarcales. Algunos comienzan a hablar también de una “sociedad sin madre”, sobre todo allí donde la vida laboral de la mujer resulta casi incompatible con su condición de madre. De hecho, muchas mujeres la retrasan hasta límites que ponen en riesgo su propia salud y la de los bebés. Los hijos se ven como un obstáculo para el desarrollo propio.

En Italia, donde vivo habitualmente, la figura de la Mamma es sagrada, hasta el punto de que uno de los tópicos recurrentes es que muchos jóvenes esposos ponen en crisis su matrimonio porque nunca acaban de romper el cordón umbilical que les une a sus madres. Parecen niños con 40 años, siempre pendientes de lo que dice mamá hasta en los más ínfimos detalles.

En realidad, creo que hay tantas figuras de “madre” como personas que ostentan esta condición. Cada uno de nosotros podría hablar de su propia experiencia. Aunque tenga rasgos en común con otras, lo más profundo es siempre singular. Cada arruga de una madre anciana atesora una historia hecha de mil detalles de amor, entrega y sufrimiento. No hay que esperar demasiado para expresar la gratitud que llevamos dentro. Antes de que sea demasiado tarde.

Mi madre anciana vive todavía, después de haber superado una grave enfermedad. Siento un poco de pudor a escribir de estas cosas. Los castellanos somos más bien reservados a la hora de compartir nuestros sentimientos. Como es natural, no voy a hacer un elogio de mi madre ni a contar detalles sobre mi relación con ella. Este no es el lugar. Me limitaré a describir la gratitud que uno siente a medida que pasa el tiempo y que no cesa de crecer. 

La conexión materno-filial es, desde el punto de vista psicológico, la más fuerte que existe. No hace falta esgrimir las razones genéticas y biológicas que la sostienen. Uno nunca rompe esta unión (que va adquiriendo matices a lo largo de la vida) y, por otra parte, hay un tipo de ruptura imprescindible para la madurez de ambos: de la madre y del hijo o la hija. La acertada combinación de cercanía y distancia es la que describe una verdadera relación de amor. Sin cercanía, el amor se vuelve una obligación, un frío ejercicio de responsabilidad. Sin distancia, el amor degenera en dependencia y posesión. 

Teniendo en cuenta estos dos polos, se despliega una amplísima tipología de madres y de hijos. Cuando somos niños acentuamos la cercanía, porque dependemos casi en todo de nuestras madres. De ellas recibimos lo necesario para vivir: alimento, limpieza, protección, cariño… La adolescencia inaugura una etapa de progresiva distancia, que en ocasiones puede hacerse un poco insolente. Cuando un hijo o una hija se casan, esta distancia se institucionaliza: “Dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer”. Si esta sana distancia no se produce y hasta se fomenta, no es posible constituir una nueva unidad familiar. Cuando la madre es anciana, se produce un nuevo tipo de cercanía que reproduce, al revés, la que la madre tuvo en su día con sus hijos pequeños. Se prodigan parecidos cuidados y expresiones de cariño. Esta reciprocidad, que en el pasado parecía natural, hoy se ha complicado mucho por la prolongación de la vida (muchas madres superan sin dificultad la barrera de los 80 y 90 años) y por las complejas situaciones familiares y laborales de los hijos. Por eso, es necesaria una nueva imaginación fruto del amor. No podemos depender solo de las ayudas institucionales. 

En el caso de los hijos célibes (sobre todo, religiosos o sacerdotes), la vinculación con los padres (y, de manera especial, con la madre) tiene características especiales. Es verdad que la profesión religiosa o la ordenación sacerdotal implican una separación semejante a la que se da cuando un hijo contrae matrimonio. Es más, debe darse de manera neta para que cada uno pueda desarrollar su vocación. Pero, por otra parte, sigue una vinculación afectiva original y profunda. La madre significa siempre y en todos los casos una vinculación especial con la vida y, en definitiva, con Dios. Se abre un hermoso camino para una espiritualidad filial que ayuda a vivir con más hondura y concreción la experiencia del amor de Dios. El célibe está llamado a ejercer una paternidad/maternidad espiritual que, aunque no se dé cuenta, reproduce muchos rasgos de la experiencia paterno-maternal que él mismo ha tenido en su vida familiar. En este sentido, los padres y las madres son verdaderos formadores de la capacidad oblativa de sus hijos. Por eso, hoy doy gracias a Dios por mi padre y por mi madre. Y os invito a cada uno de los lectores del blog a apartaros un momento de la pantalla del ordenador o de vuestros dispositivos móviles y hacer algo semejante. 

Que Dios bendiga a nuestras madres en un día como hoy y que la Virgen María las acompañe en la etapa de vida en que se encuentren.



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