martes, 26 de abril de 2016

Anatomía de una taza de café

Hay días cuajados de inspiraciones y otros como muertos. Días en que me siento al ordenador y fluyen las palabras a borbotones. Y días en que tengo que sacarlas con fórceps. Hoy es uno de estos últimos. Me rondan muchos temas en la cabeza, pero no acabo de encontrarles el punto de enganche. Imagino que también a vosotros os pasa algo de esto de vez en cuando. Entonces, lo mejor es pararse y no torturar la mente. Dejarse llevar. 70 posts bien merecen una humeante taza de café. Vivo en el país que prepara el mejor café del mundo con múltiples variedades. Mis amigos colombianos, brasileños, mexicanos y costarricenses sabrán perdonarme esta exageración. Entenderán lo que quiero decir. Italia no es un país cafetero. No puede competir con los grandes países productores y exportadores de café. Pero sabe prepararlo como nadie. Quizá solo Portugal se le aproxima.

Una taza de café detiene el tiempo y pone en ebullición la mente. Es como si la mixtura de color, sabor y temperatura ajustara las cuerdas desafinadas del alma. Uno, aturdido por las prisas de la vida, recobra el tempo justo. Si a la taza de café le añadimos un libro, el milagro está asegurado. La combinación del café y la lectura obra prodigios de quietud y creatividad. Uno aprende a estar solo sin sentirse aislado. Disfruta de la soledad sin quedar atrapado en la cárcel del ensimismamiento. Acaso esta soledad se asemeja un poco a la soledad sonora de que hablan los místicos. Una taza de café nos ayuda a saber quiénes somos. Con absoluta delicadeza, va adentrándonos en los repliegues del alma, invitándonos a separar la persona del personaje, a ser auténticos. En otras palabras, nos vacuna contra la superficialidad porque ralentiza el tiempo y dilata las antenas del espíritu para percibir las dimensiones escondidas de la vida.

Pero quizá los verdaderos milagros se producen cuando compartimos con otros un café alrededor de una mesa o acodados en la barra de un bar. Guardo recuerdos entrañables de conversaciones que fueron posibles por el discreto embrujo del café. Podría hablar de sacramentos del encuentro, momentos de gracia y revelación. Es como si cada grano de café molido tuviera la virtud de abrir el cofre de la intimidad sin forzarlo. Cada sorbo medido estimula una nueva confidencia. Y así, sorbo a sorbo, se desenrolla el ovillo de la propia vida sin que uno tenga que visitar al psicólogo. Es verdad que uno podría hablar sin beber nada, o apurando apenas un vaso de agua, pero no sería lo mismo. Sin el sacramento del café, la conversación enseguida deriva a los tópicos de moda o enfila el camino de la banalidad.

Se me puede objetar que ese pretendido milagro no es más que el efecto de la cafeína que actúa como estimulante del sistema nervioso central, provocando un incremento en la alerta y en la vigilia, un flujo de pensamiento más rápido y claro, un aumento de la atención y una mejora de la coordinación corporal. Es verdad. Pero, más allá de los efectos químicos de este alcaloide, el milagro de la comunicación está ligado al ritual de la taza de café y a todo el proceso que ha conducido al fruto desde el arbusto hasta los labios, incluyendo una amorosa preparación. Carezco de la competencia y del cariño necesarios para preparar un buen café, pero soy testigo de cómo lo hacen quienes sí están dotados de esta cualidad. Reconozco que se adentra en el territorio del arte. ¡Los efectos se notan!

Tomar café juntos significa entrar en esa dinámica de transformación. Se puede comenzar por una frase de cortesía (Hola, ¿cómo estás?) y, sin que uno se dé cuenta, acabar intercambiando confidencias que más parecen materia de confesionario que de una mesa familiar o de una cafetería. El café, como el pan y vino de la misa, es “fruto de la tierra y del trabajo del hombre”. Naturaleza e historia se abrazan. En cada sorbo tomamos conciencia de que somos parte de la tierra y, al mismo tiempo, certificamos nuestra trascendencia. ¡Somos tierra, sí, pero elaborada, redimida, abierta! Si las tazas de café pudieran hablar nos contarían las historias más hermosas y más tristes de los seres humanos. Describirían pozos oscuros y vuelos de águila, enamoramientos y traiciones, búsquedas y fracasos.  Pero callan, porque es propio del café dilatar los sentidos sin provocar una euforia desmedida. Con la jarra de cerveza nos volvemos ocurrentes, divertidos, locuaces, espontáneos. Quizá hasta groseros en algunas ocasiones. El café no admite frivolidades. Es un atajo que conduce a la intimidad. Y la intimidad es un santuario al que uno entra arrodillado.

¡Que aproveche!

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