jueves, 28 de abril de 2016

Vocabulario mínimo: permiso, gracias, perdón

Ayer dije que la exhortación Amoris Laetitia me había parecido un río caudaloso. Hoy añado una nueva descripción sin abandonar la metáfora hídrica.  Me parece también un río con muchos meandros tranquilos y algunos descensos vertiginosos. Dejaré estos últimos para más adelante. Me detengo hoy en una de esas curvas apacibles en las que uno puede navegar sin peligro. Y más si mientras escribo me entra por la ventana abierta el aire templado de la primavera sevillana. Disfrutar de 24 grados no está nada mal habiendo salido anteayer de Roma con solo 6, y nieve en las cumbres del Terminillo.

En el párrafo 133, el papa Francisco cita la reflexión que hizo en el Angelus del 29 de diciembre de 2013: “Cuando en una familia no se es entrometido y se pide permiso, cuando en una familia no se es egoísta y se aprende a decir gracias, y cuando en una familia uno se da cuenta que hizo algo malo y sabe pedir perdón, en esa familia hay paz y hay alegría”. Podríamos hablar, pues, de un “vocabulario mínimo para familias en crisis”. Al papa Francisco le gusta jugar con las palabras. Se nota que de joven fue profesor de literatura. Declinemos un poco las tres que nos propone en Amoris Laetitia. Bien comprendidas, pueden contribuir mucho a mejorar la calidad de la vida familiar.

Permiso. Esta no es una palabra frecuente en España, aunque sí en Italia. Cuando uno quiere salir de un autobús abarrotado, la palabra clave para hacerse paso es permesso, pronunciada con una ligera subida de tono y repetida varias veces, según la densidad de la barrera humana que haya que superar. Uno pensaría que en el ambiente familiar, en el que todos los miembros son dueños y no huéspedes o inquilinos, no tiene sentido pedir permiso: todo es de todos. Y, sin embargo, no se trata de una cuestión de derechos sino de pudor, de respeto a la intimidad de cada persona. Pedir permiso, por ejemplo, para entrar en el cuarto de los padres, hijos o hermanos o para usar algunos de sus objetos más personales significa reconocer que ningún miembro de la familia es de mi propiedad, que a mayor amor, mayor respeto del carácter único e irrepetible de cada uno. Y también de sus espacios y tiempos, de sus palabras y silencios, de sus objetos más queridos. La frontera de la intimidad se franquea siempre por invitación, no por invasión. Cuando algún miembro de la familia siente que los demás violan su espacio personal, lo frecuente es que se bloquee. Muchos silencios que parecen incomprensibles no son sino la luz roja que nos advierte que hemos traspasado sin permiso las fronteras de la intimidad. Las personas poco sensibles no perciben los límites, pero existen.

Gracias. He visto a muchos padres y madres jóvenes que, cuando alguien hace un regalo a algunos de sus hijos pequeños, inmediatamente les preguntan ¿qué se dice?, esperando que el niño o la niña pronuncien muy educaditos la palabra mágica: gracias. De niños nos suele costar poco prodigarla. Somos educados para eso. Llegados a la adolescencia, la consideramos casi ofensiva porque nos parece que todo nos es debido. ¿Por qué dar las gracias a mamá por la buena comida de hoy si su deber es cocinar bien para toda la familia todos los días del año? De adultos, podemos perpetuar la autosuficiencia adolescente o recuperar la actitud infantil de gratitud, madurada y enriquecida con la experiencia de los años. Aprender a decir gracias desde el corazón significa que hemos tomado conciencia de que las mejores cosas de la vida son completamente inmerecidas. Nos llegan como un regalo. A la gracia se responde siempre con la acción de gracias. ¡Qué ambiente tan distinto se respiraría en las familias si se declinara esta palabra con más frecuencia y naturalidad! Gracias por esperarme, gracias por limpiar mi cuarto, gracias por acompañarme al médico, gracias por preguntarme cómo estoy, gracias por acordarte de mi aniversario, gracias por soportar mi carácter, gracias por el delicioso pastel de ayer, gracias por guardarme el secreto, gracias por quedarte conmigo tomando un café, gracias por corregirme, gracias por no repetirme mil veces la misma cosa, gracias por contarme lo que te pasó…

Perdón. Esta es, tal vez, la palabra más indeclinable. Pedir perdón significa reconocer la propia responsabilidad en alguna acción que ha herido a otra persona. Para muchos hombres y mujeres, pedir perdón significa rebajarse, humillarse. Y si de algo andamos sobrados hoy es de orgullo y autoafirmación. En la vida familiar es fácil herirse porque los intercambios y los roces son continuos. Por eso, necesitamos un botiquín de primeros auxilios. En él nunca debe faltar una buena dosis de perdón. Pocas cosas nos acercan más a otra persona que el hecho de pedir o aceptar el perdón. Cuando lo hacemos, nos abrimos a una experiencia que nos trasciende. Es como si dijéramos: “Tengo la capacidad de herirte, pero no la de curar la herida; por eso, tú y yo nos dejamos sanar por el Único que puede hacerlo”. El perdón es siempre una experiencia religiosa porque nos coloca en el umbral del Misterio. El mismo papa Francisco dice en su exhortación que no siempre es necesario expresarlo con palabras formales. A veces, basta un gesto de cercanía para hacer comprender a la otra persona que todo está olvidado.

¿Qué tal si hoy nos ejercitamos en pronunciar estas tres palabras?


1 comentario:

  1. Gracias Gonzalo. Pedi hace dias tu comentario sobre Alegria del amor (suena mejor en latin) y ya van dos a cual mejor. Bueno, la verdad es que el de hoy es magnifico y de aplicacion inmediata. Muchas gracias

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