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Jesús era un preguntón. Los evangelios están salpicados de preguntas suyas dirigidas a la gente en general o a algunas personas en particular, especialmente a sus discípulos. Recordemos algunas: “¿qué buscáis?” (Jn 1,38), “¿por qué has dudado?” (Mt 14,31), “¿quieres sanarte?” (Jn 5,6), “¿cuántos panes tenéis?” (Mc 6,38), “¿quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?” (Mt 12,48), “¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?” (Lc 2,49), “¿qué quieres que haga por ti?” (Lc 18,41), “¿por qué me preguntas por lo bueno?” (Mt 19,17), “¿cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?” (Lc 10,36), “¿quién dice la gente que soy yo?” (Mc 8,28), “¿mujer, por qué lloras?” (Jn 20,15), “¿podéis beber el cáliz que yo he de beber” (Mt 20,22), “¿también vosotros queréis marcharos?” (Jn 6,67), “¿no habéis podido velar una hora conmigo?” (Mt 26,40); “¿por qué esta generación pide un signo?” (Mc 8,12), “mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo?” (Jn 2,4).
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Podríamos escoger una para cada día. Tendríamos materia suficiente para pensar, orar e incluso tomar alguna decisión. La que nos propone el evangelio de hoy no figura en la lista anterior. He querido destacarla porque es una de las preguntas de Jesús que más guerra ha dado a lo largo de la historia. Me he referido a ella en varias ocasiones en este blog. Hoy vuelvo a la carga.
En la versión de Marcos suena así: “¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma?” (Mc 8,36). El contraste entre “ganar el mundo” y “perder el alma” hace temblar. ¿Qué podría significar hoy “ganar el mundo” para cualquiera de nosotros? Creo que “ganar el mundo” se refiere a ser reconocidos y apreciados por seguir los valores y criterios que “el mundo” considera relevantes. Dependen mucho de cada contexto, pero hay algunos comunes: una buena apariencia física, una economía saneada, una amplia red de contactos, una gran capacidad de influencia, etc.
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¿Se puede “perder el alma” si uno se deja llevar por esos valores del mundo? El riesgo de vaciedad y sinsentido es evidente. Por eso Jesús encabeza la pregunta con ese insidioso “¿de qué aprovecha? (quid prodest)?”. Un buen ejercicio consiste en escribir en una hoja en blanco ese encabezamiento e irlo completando con situaciones tomadas de la propia vida: “¿De qué aprovecha ganar tanto si…? ¿De qué aprovechar viajar de un lugar para otro si…? ¿De qué aprovecha que todos hablen bien de mí si…? ¿De qué aprovecha…?”.
El contexto en el que se sitúan todas esas posibles preguntas es claro: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8,34-35). Jesús no quiere amargar la vida de nadie. Nos previene contra los falsos caminos y contra los atajos. Para un seguidor suyo, ganar la vida es entregarla. Lleva mucho tiempo entender esto.