
Bajando la calle Princesa hacia la plaza de España, un poco antes de llegar al Hotel Meliá, hay un extraño carrito aparcado en un borde de la acera derecha. Alguna vez fue blanco, pero ahora está todo pintarrajeado. En teoría, podría desplazarse porque dispone de ruedas (deshinchadas, eso sí) y manillar, pero hace años que no se mueve de ese sitio. ¡Hasta tiene una plaquita que indica el número de la calle, como si se tratara de un domicilio personal! En realidad, lo es. Allí vive un señor de luenga barba blanca y de edad indefinida.
No sé cómo se llama. No desprende simpatía. Alguien me ha dicho que es poeta. Durante el día pasea alrededor del carrito o sube hasta una fuente cercana para proveerse de agua. Imagino que también desaparece a mediodía para comer en algún comedor social o asearse. No me explico cómo consigue encogerse para pasar las noches dentro. Yo suelo verlo todos los días hacia las ocho de la mañana. Cuando los amaneceres son fríos se protege con un anorak azul y se frota las manos para entrar en calor. No suele hablar con nadie, aunque alguna vez he visto a una señora mayor que entablaba conversación con él y se interesaba por su situación.
No es la única persona que duerme en la calle en el entorno de mi barrio. He visto a otras que se guarecen del frío a la puerta de la sucursal de un banco o acurrucadas en algún portal. Más de una vez me he preguntado cuántas hay en una gran ciudad como Madrid. Parece que superan el millar, incluyendo a los que viven en el aeropuerto y algunos asentamientos colectivos. Si ya resulta difícil para una persona con un sueldo normal encontrar una vivienda asequible, no quiero ni imaginar lo arduo que es para alguien que no tiene trabajo estable o se encuentra en una situación personal de gran fragilidad física o psicológica.
Existen albergues de acogida y pisos compartidos, pero eso solo sirve para paliar algo las consecuencias del sinhogarismo, no para resolver este problema de raíz. De vez en cuando veo a algunos equipos del Samur social que se acercan para conocer la situación y ofrecer ayuda, pero no es suficiente. En los últimos años ha crecido el número. La mayoría son inmigrantes indocumentados, pero hay también muchos autóctonos. Jorge Bustos ha descrito muy bien ese mundo en su novela Casi. Una crónica del desamparo. Casi es un acrónimo que se refiere al Centro de Acogida San Isidro de Madrid, muy cercano al lugar donde está apostado el carrito.
No tengo mucho que decir porque no sé qué decir. Le pido prestadas a Jorge Bustos unas palabras nacidas del contacto directo con estas personas: “Quienes se levantan y se acuestan sobre el filo de la vida y han hecho del vértigo su costumbre muestran —con una impudicia dolorosa— todas aquellas capas de humanidad cesante, de dignidad rebanada, que han ido perdiendo por las calles. Hasta que exhiben apenas una fibra esencial, algo como el aliento de los días fríos, un tibio núcleo de voluntad que aún palpita. El desnudo deseo de la supervivencia”.
Hace ya unos cuantos años, un buen amigo mío decidió vivir un mes en la calle para experimentar de cerca la vida de esta gente. Yo no tengo redaños para eso, pero no me resigno a una situación que clama al cielo. Pienso en Jesús y su particular sinhogarismo: “Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Mt 8,22). En nuestras ciudades hay muchos hermanos y hermanas de Jesús que tampoco saben dónde reclinar la suya, quizás porque a quienes nos sobra espacio en casa nos falta audacia para compartirlo.
Me ha llamado la atención cuando leo lo que escribe Bustos “en medio de todo eso hay destellos y, como la oscuridad es tan profunda, estos iluminan mucho más.” Ello me lleva a hacerme la pregunta: “… si los destellos brillan mucho más…” ¿qué es lo que nos está cegando y nos hace permanecer en la oscuridad? ¿Por qué nos cuesta salir de nosotros mismos y dar la mano al que lo necesita por su situación de excluido?
ResponderEliminarMe quedo con el deseo que manifiesta Bustos para los lectores de su libro: “antes de quejarse, se lo piense dos veces”
Gracias Gonzalo por ayudarnos a reflexionar sobre esta tema tan duro, “el de los sin hogar”.