domingo, 13 de agosto de 2023

Aunque no te reconozcamos, Tú siempre estás


Cuando Mateo escribe el relato que leemos en el Evangelio de este XIX Domingo del Tiempo Ordinario las comunidades cristianas a las que se dirige estaban “atormentadas” por muchas pruebas, angustiadas por las dudas y, sobre todo, desorientadas por el hecho de no tener visiblemente junto a ellas al Maestro, que les habría infundido seguridad y valor. No podemos olvidar que las aguas y las tormentas en el Antiguo Testamento eran una imagen que describía las fuerzas que conducen a la muerte. Los israelitas siempre tenían miedo de las aguas. Solo el Señor no teme los torbellinos ni las tempestades. Solo Él puede acallar las olas hasta convertirlas en olas silenciosas (Sal 107, 25-30). Es el único que “pisa las olas del mar” (Job 9, 8). 

Con este trasfondo, entendemos mejor por qué los discípulos se asustan cuando “la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas”. Temen ser arrollados por las fuerzas del mal y de la muerte. Las violentas olas son las pruebas necesarias que tienen que pasar si quieren salir de ella maduros. En medio de la noche, aparece Jesús, pero no lo reconocen. Mateo piensa en los cristianos de la tercera generación que ya no pueden ver físicamente a Jesús. Insiste en que el Resucitado siempre está presente en medio de su comunidad, pero de un modo nuevo. Por eso, no debemos tener miedo. El posterior diálogo entre Jesús y Pedro, como representante de la comunidad, no hace sino subrayar que solo la fe nos permite superar el miedo.


Hoy no tememos a las aguas como en los tiempos del Antiguo Testamento. De hecho, en verano disfrutamos nadando, navegando, surfeando. Pero tenemos otros miedos más sutiles y profundos. En realidad, el verdadero enemigo de la fe no es tanto la increencia cuanto el miedo. Para un creyente el verdadero miedo proviene del hecho de no reconocer la presencia de Jesús cuando experimentamos las pruebas de la vida. 

Tenemos miedo de que todo sea un timo y de que Dios no esté presente cuando más lo necesitamos. Desearíamos experimentar su presencia de una manera más reconocible, que Él pasara por nuestra vida en forma de huracán, de terremoto o de fuego, pero el Señor se manifiesta como “una brisa tenue”. Solo en el contexto de la oración silenciosa podemos percibir esa brisa, como le sucedió al profeta Elías (primera lectura). Los contemplativos son los hombres y mujeres que han superado el miedo porque viven de la fe.


Para nosotros, hombres y mujeres de hoy, quizá una de las cosas más difíciles es confiar. Cada vez nos fiamos menos de los políticos, de los comunicadores e incluso de la Iglesia. La desconfianza que anida en nuestro corazón se proyecta inevitablemente en Dios. Nos cuesta abandonarnos en Él. Cada vez que saltamos, quisiéramos disponer de una red de seguridad. Creer no se puede programar o controlar.

Y, sin embargo, la fe consiste precisamente en saltar sin red, en creer que Dios nunca nos abandona por más que se multipliquen los signos de desconfianza. El creyente no es una persona temeraria, pero sí una persona confiada. Como los discípulos de la barca, los creyentes somos quienes, en medio de las turbulencias, confesamos con los labios y con el corazón: “Realmente eres Hijo de Dios”. 

2 comentarios:

  1. ¡¡GRACIAS Gonzalo!!!!. Sentirnos acompañados en la tempestad, es el Ancla de la ESPERANZA y la madurez paulatina de la Fe

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  2. Gracias por iluminar nuestros miedos y ayudarnos a poner, a pesar de todo, toda nuestra confianza en Jesús.

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